L  A    P  A  L  A  B  R  A

P. Félix Jiménez Tutor, Sch. P...

   

 

"En el principio era la Palabra" o como dice un Reverendo episcopaliano, sumergido en la cultura callejera, "En el principio era el Hip-Hop"…

Hablo luego existo y existo desde y para un diálogo. Los caballos relinchan, pero sólo el hombre posee el don de la palabra, la espada más afilada de la creación.

Hay profesionales que viven de la palabra. Los metidos en política asisten a sesiones de oratoria, tienen quién les escriba discursos redondos, maquilladores de la palabra y apuntadores para recordarles cuándo sonreír, cuándo gesticular, cómo vestirse…

Los curas somos también profesionales de la palabra o como dicen los expertos, "servidores de la Palabra que tienen que alimentarse de la Palabra".

Las religiones del Libro, judíos y musulmanes, lo abren de par en par, lo memorizan y rezan desde él. Los católicos tenemos más alergia que amor al Libro. Como los cubiertos de plata que, guardados en el aparador, se exhiben en contadas ocasiones, el Libro queda muy bien en la estantería, perdido entre las enciclopedias nunca consultadas. Nosotros preferimos la vajilla de todos los días: las devociones de siempre, las novenas, las romerías, las fiestas patronales, los rosarios… reglas nemotécnicas de la oración.

Dicen que uno de los frutos del Concilio Vaticano II fue devolver la Palabra de Dios a los fieles. "Abre el Libro y cómetelo". No sé si este alimento divino y terrestre despierta el apetito de los católicos.

Hace un par de domingos pregunté en la misa, a la asamblea del Pilar, si alguien conocía el salmo 23. Nadie levantó la mano. Si hubiera preguntado por la novena de Santa Rita, seguro que el resultado habría sido otro.

Yo reconozco que mi hambre por la Palabra no me viene de mi educación cristiana o sacerdotal. En mi tiempo se estudiaba la Biblia como la literatura, aprendías cosillas curiosas sobre la vida del autor y nunca saboreabas la palabra del autor.

Caminando por las calles o viajando en el subway, alguien te abordaba y, a bocajarro, te preguntaba: ¿Father, dónde se lee en la Biblia que…? Estos apuros profesionales me condujeron a interesarme más por el Libro, primer plato de toda celebración. No me imagino a ningún católico haciéndome preguntas sobre el Libro. Ahora que el Código Da Vinci ha confrontado el Libro oficial con los libros secretos podría iniciarse una hermosa conversación entre ambos.

Los católicos somos abíblicos. Consulten cualquier programa de fiestas, todos incluyen una misa seguida de un vino español. Persiste la idea de que es el sacramento el que da la gracia, el que vale algo. La Palabra, enseñanza sosa, es cantidad despreciable como los céntimos de la colecta.

Así como los misioneros tienen que aprender, antes de nada, la palabra del pueblo, así también los cristianos tienen que comer primero la Palabra que les llevará necesariamente al sacramento.

¡Qué trabajoso resulta ver una película con subtítulos".

Nos perdemos las imágenes y el diálogo en el afán de leer los mutilados subtítulos.

La Palabra es la versión original. Nuestros comentarios son los subtítulos. Cada predicador debería encontrar su propia voz, su estilo, su mensaje, sus acentos y sus silencios. Hay cerveza y miles de marcas de cerveza. Así también debería haber la Palabra y miles de sabores distintos que salen de la boca de los distintos predicadores, marcas registradas y originales. Dejar de ser ventrílocuos y encontrar la propia voz.

Gracias al Libro los judíos de la diáspora siguen siendo un pueblo, siguen teniendo raíces a pesar de vivir desarraigados.
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