L A   C A T E D R A L

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio...

   

 

Los salones de belleza, santuarios del for ever young and beautiful, convierten a sus clientes en Dorian Gray, siempre jóvenes y hermosos, camuflando las heridas mortales del tiempo.

Vivimos bajo el "imperio de lo efímero" y nada más efímero que la juventud y la belleza. Esa belleza pasajera no se puede asegurar, sí se puede exhibir y disfrutar mientras dura.

Y a pesar de la maldición del tiempo todos queremos experimentar el síndrome de la belleza, la que te deja sin palabras, te corta la respiración, te hace sudar, te hincha las venas y te desvanece.

La catedral de Chartres, escondida entre trigales dorados, es mi catedral. Gótico lírico y rebeldía del espíritu, bella por fuera y divina por dentro, naves limpias y altivas e iluminadas por la luz de sus coloridas vidrieras, Chartres, catedral de Notre Dame, ahí, en ese vientre húmedo, he experimentado yo el síndrome de la belleza que perdura inalterada desde 1260. A Chartres peregrinaba mi admirado poeta Charles Péguy, católico fervoroso pero frío con la fría institución eclesial.

Después de celebrar durante diez años la Misa Crismal en la catedral de San Patricio de Nueva York donde la música del órgano, del coro, del cantor y de los varios miles de personas era ya en sí una gran experiencia religiosa, el día 12 de abril celebré mi primera Misa Crismal en la catedral del BURGO DE OSMA.

San Patricio, sin rejas y sin coro, su nave central limpia, tiene una visibilidad perfecta del presbiterio y de los celebrantes. Y para los ángulos de visión parcial las pantallas de televisión te ofrecen unos close-ups fantásticos.

En la catedral del BURGO DE OSMA no hubo skock de belleza, no desboque del corazón, no experiencia de lo numinoso, sólo estupor y frialdad. Encerrado con mis hermanos sacerdotes detrás de las altas rejas, en aquel presbiterio tan largo como el extra muros donde, en penumbra, permanecían los fieles sentí claustrofobia. Mi única visión era la pared de enfrente. Una voz sin rostro desde la lejana sede llenaba mis oídos. Una música sin pasión se perdía por la nave oscura.

Ya sé que la primera vez no es nunca la mejor vez. Pero el peligro de la rutina es peor que la inexperiencia de la primera vez. Y mi mente vagaba por cañadas oscuras.

La catedral y las catedrales españolas son más museos que lugares de culto. Cada siglo y cada moda artística han dejado su huella y las han convertido en una summa artis abierta más para los turistas que para los adoradores.

La catedral, iglesia mayor e iglesia madre, debería convertirse en el corazón del culto espiritual, robusto y celebrativo de la diócesis.

El tiempo la ha revestido, para bien o para mal, con sus ropajes caducos que nos ocultan el diseño original. Vuelta a los orígenes, recuperación del espíritu fundacional, signos de los tiempos, son recomendaciones del Concilio Vaticano II para las obras y las personas.

Los siglos anteriores fueron atrevidos e innovadores y bloquearon las naves centrales con los coros, murallas chinas, hoy reliquias muertas, y sellaron el sancta sanctorum con sus rejas puntiagudas, ¿por qué, en el siglo XXI, más creador, más móvil, más ambicioso, no se puede gozar de una espléndida desnudez catedralicia?
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