EN UNA FAMILIA CRISTIANA

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

   

Lo que me conmueve todavía hoy, es el recuerdo de la actitud de mi padre.

Él estaba siempre cansado de sus trabajos en el campo y del acarreo de la leña y se le veía verdaderamente cansado al final del día. Pues bien, después de cada cena, se arrodillaba, los codos apoyados sobre el asiento de una silla, la frente entre sus manos, sin una mirada para sus hijos a su alrededor, sin un movimiento, sin toser, sin impacientarse. Y yo pensaba: "Mi padre que es tan fuerte, que manda en su casa, en sus dos grandes bueyes, que es valeroso frente a los golpes del destino y tan poco tímido frente al alcalde y los ricos y los malos, he aquí que se hace pequeñito ante el Buen Dios. Verdaderamente, el Buen Dios tiene que ser alguien muy familiar para que hable con él en el mono de trabajo.

En cuanto a mi madre, nunca la vi de rodillas. Demasiado cansada, se sentaba en medio de la habitación, con el más pequeño en sus brazos, el vestido negro hasta los talones, los hermosos cabellos castaños sueltos alrededor de su cuello y todos los niños apretujándose a ella. Seguía las oraciones con sus labios, no perdía una palabra y las decía por su cuenta. Lo más curioso era que no dejaba de mirarnos a todos, a cada uno una mirada. Una mirada más larga para los más pequeños. Nos miraba pero nunca decía nada. Ni siquiera cuando los más pequeños se agitaban o cuchicheaban, ni siquiera cuando el rayo sonaba encima de la casa, ni siquiera cuando el gato tiraba alguna cacerola.

Y yo, yo pensaba: "Verdaderamente, el Buen Dios es muy gentil para que se le pueda hablar con un niño en los brazos, con el delantal de trabajo. Verdaderamente, el Buen Dios es alguien muy importante para que el gato o el rayo no tengan ninguna importancia.

Las manos de mi padre, los labios de mi madre, me han enseñado más sobre el Buen Dios que el catecismo".

(Aimé DUVAL)