HOMILÍA DOMINICAL - CICLO A

  Segundo Domingo del Tiempo Ordinario

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

   

 

 Escritura:

Isaías 49, 3.5-6; 1 Corintios 1, 1-3; Juan 1, 29-34

EVANGELIO

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
-Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: "Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo". Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.

Y Juan dio testimonio diciendo: -He contemplado el espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo.

Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.

HOMILÍA 1

En una cacería, una manada de tigres fue abatida por los cazadores. Sólo se salvó un baby tigre.

Al día siguiente pasó por allí un rebaño de cabras y lo adoptaron. El baby tigre se convirtió en una cabra, comía hierba y vivía como las cabras.

Nuestro baby tigre intuía que era algo diferente y cuando contemplaba su imagen en el agua se veía distinto de las cabras.

Un día un tigre grande, maduro y macho se acercó donde las cabras pastaban y todas huyeron despavoridas. El baby tigre se quedó quieto, mirando y esperando.

De repente el tigre rugió con toda su fuerza. Los ojos del pequeño se abrieron y supo quién era. No era una cabra. Era un tigre. Corrió hacia el gran tigre, le siguió y pasó el resto de sus días en su compañía.

Algo en su interior le decía que no era una cabra.

Algo en su interior le decía que no era una más del rebaño.

Algo en su interior quería brotar y revelarse a su conciencia.

Cuando oyó el rugido hermano, se despertó en él la imagen perdida y supo quién era, descubrió su identidad.

Nosotros estamos aquí para escuchar también el rugido del Espíritu Santo y descubrir nuestra verdadera identidad.

En la palabra de Dios que hoy se ha proclamado para toda la comunidad, tres personas escucharon un día el rugido del Espíritu y se sintieron llamadas a ser testigos de Dios, presencia de Dios, señales de Dios para los hermanos de la familia humana.

Isaías escuchó la voz del Señor que le dijo: "Tú eres mi siervo. Yo te elegí en el seno materno. Yo te haré luz de las naciones para que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra".

Pablo, llamado por Dios para ser un apóstol de Jesucristo.

Jesús, "este es el elegido de Dios", dijo Juan.

La historia de la salvación es la historia de las llamadas y de las elecciones de Dios, es la historia de las personas que se saben distintas porque Dios nos hace distintos, porque Dios nos llama a vivir de una manera distinta, porque Dios nos da una vocación distinta.

Esta es nuestra vocación. Llamados por Dos para ser uno con él y vivir en su amor, llamados por Dios para ser todos juntos un pueblo santo, alimentados con la vida de Jesús, el elegido por excelencia.

Una vocación, no vivida en solitario, sino en comunidad, en solidaridad con los hermanos.

Yo no voy a Dios solo sino con los hermanos.

Yo tengo que ser para mis hermanos ese rugido que les revela su identidad, esa sensación de ser diferentes aún no percibida.

Este es el privilegio de ser llamado por Dios y esta es también la carga de la vocación, carga que sólo se puede llevar haciendo de Dios mi primer amor.

Cuántos hijos de Dios, cuántos hermanos nuestros viven en la manada, esperando oír el rugido que les despierte a su verdadero ser y vocación.

Tú eres mi siervo, sé luz.

Tú eres mi apóstol, lleva mi gracia y paz.

Sé como Juan que ruge: "Mira, ahí va el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo".

Yo sé que miras y no ves. Y es que al ojo físico se le escapan muchas cosas. Miras y miras y ves a Jesús, un judío, un hombre, no ves el Cordero de Dios, el siervo de Dios, el pastor de Dios… el elegido de Dios.

El ojo del cristiano es el Espíritu Santo.

Juan no reconoció a Jesús hasta ver y sentir la presencia del Espíritu.

"Ahora he visto y doy testimonio".

Para ser expertos en las cosas de Dios, en Dios, necesitamos el ojo del Espíritu.

Para ver a Dios, al mundo y a los hermanos con los ojos de Jesús, necesitamos el ojo del Espíritu.

Para ver la sangre del Cordero de Dios como el fuego purificador de nuestros pecados necesitamos el ojo del Espíritu.

Para centrar nuestra vocación en Dios necesitamos el ojo del Espíritu.

Para rugir en la manada y despertar la vocación cristiana de los hermanos, necesitamos el ojo del Espíritu.

Santa Teresa, un día que cruzaba a caballo un río cayó de la silla y empezó a gritar: Jesús sálvame que estoy sufriendo y a punto de ahogarme.

No te preocupes. Ya lo veo. Pero tienes que sabe que mis elegidos tienen que sufrir un poco, le dijo el Señor.

"No me extraña que tengas tan pocos amigos".

 

HOMILÍA 2

En uno de esos cruceros que recorren el Mediterráneo un hombre cayó al agua. No sabía nadar y, desesperado, comenzó a gritar para pedir ayuda. Los posibles rescatadores estaban en la cubierta y fueron testigos del incidente.

El primero buscó en su mochila y sacó un libro con las instrucciones para aprender a nadar, se lo lanzó y le dijo: “Sigue las instrucciones y estarás a salvo”.

El segundo se lanzó al agua y comenzó a nadar a su alrededor y le dijo: “Mira como nado. Haz lo que yo hago y estarás a salvo”.

El tercero le gritó: “Aguanta un poco, amigo. La ayuda ya viene. Vamos a crear un comité y estudiaremos tu problema y si encontramos la financiación solucionaremos tu problema”.

El cuarto testigo le decía: “Amigo, la situación no es tan mala como parece. Piensa en positivo”.

El hombre comenzaba a ahogarse y comenzó a agitar el brazo desesperadamente y un evangélico que estaba en la cubierta gritaba: “Sí hermano, veo esa mano, ¿hay otra mano?

Finalmente un hombre se lanzó al mar, arriesgó su vida y sacó al hombre del agua sano y salvo.

La mayoría de los hombres, arrojados del paraíso a este mundo hostil, pasamos la vida buscando soluciones a nuestros problemas. Muchos hablan. Unos pocos actúan.

Jesús, nuestra epifanía, no vino a este mundo a hablar, vino a servir, sanar, rescatar, morir y abrir la puerta del paraíso perdido.

El tiempo ordinario es también tiempo de epifanías. En el evangelio de hoy Juan Bautista, un día cualquiera, vio a Jesús que venía hacia él y Juan tuvo una epifanía, vio algo que los demás no veían, y nos la describe con estas palabras: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. ¿Se trata de una definición más de Jesús? Seguro que si a nosotros nos preguntan: ¿quién es Jesús para usted?, seguro que ninguno diríamos “Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Para nosotros, hombres del siglo XXI, esta presentación de Jesús nos resulta rara e incómoda. Y nos resulta más rara cuando descubrimos el origen de esta imagen.

En tiempos de Juan Bautista, en el Templo de Jerusalén, se sacrificaban diariamente dos corderos por los pecados, sacrificio ritual para pagar la deuda a Dios y para renovar la relación rota con Dios. Una manera barata de satisfacer a Dios. Recuerden que la noche en que el pueblo fue liberado de la esclavitud de Egipto en las casas de los hebreos había “un cordero sacrificado” y en las casas de los egipcios había “un primogénito sacrificado”. Las puertas de los hebreos estaban marcadas con la sangre del cordero mientras que las de los egipcios estaban limpias.

Serán los profetas los que critiquen la vaciedad del culto: ¿A mí qué vuestros sacrificios? –dice Yahvé. Harto estoy de holocaustos de carneros, no me agrada la sangre de novillos, corderos y machos cabríos”, vocifera el profeta Isaías. Dios no necesita nada de lo que nosotros podemos ofrecerle. Un día el Dios mismo proveerá el Cordero cuyo sacrificio y cuya sangre ofrecida le agrade y sea redentora y una para siempre la orilla de los hombres con la de Dios.

Los hombres de esta generación desprecian cada día más a Dios. Dios ya no es una celebridad y no puede competir con las celebridades que los hombres adoran. Le hemos quitado la alfombra roja a Dios para que se paseen por ella el dinero, la fama y la vanidad.

La religión mal entendida, mal predicada y peor vivida ha contribuido grandemente a este desprecio de Dios y a este total olvido de Dios. Hoy pensamos que sin Dios se vive mejor y que los problemas que nos aquejan se solucionan mejor sin Dios.

El Dios omnipotente, omnisciente y omnipresente que hemos predicado nos resulta incomprensible. La ciencia lo explica todo y explica mejor este universo al que hemos sido arrojados.

El orgullo humano no tiene límites, pero sus poderes sí tienen límites. Un médico puede curar una enfermedad, pero no tiene pastillas para curar el sufrimiento y la tristeza, puede matar un nervio pero no puede quitarme el miedo a morir ni recomponer una relación matrimonial rota.

El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo es el único que puede devolvernos la dignidad perdida de hijos e hijas de Dios. El Cordero de Dios, su sangre derramada, es el sacrificio que Jesús hizo un día por amor, el único sacrificio que agrada a Dios.

Jesús, epifanía del amor de Dios, sigue presente hasta el final de los tiempos uniendo la orilla de los hombres con la orilla de Dios y abriendo de par en par la puerta del paraíso del que fuimos arrojados.

“Entonces di, de pie, en medio del trono y de los cuatro Vivientes y de los Ancianos, un Cordero, que parecía degollado”.

“Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes que reinan sobre la tierra”. Apocalipsis 5