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Ya
sabemos que Francisco quiere llenar de rojo el Vaticano. El nombramiento de los
nuevos Príncipes de la Iglesia el 22 de febrero, los Cardenales, es siempre un
rojo amanecer.
Este
senado venerable e inútil sólo tiene un color, el rojo que ofende a la vista.
Pero la pregunta del millón que leo insistentemente en distintas publicaciones
es ¿nombrará Francisco Cardenal a una mujer?
Francisco,
hasta hoy, alabado más por sus gestos que por sus novedades teológicas si
acudiera a la Escritura que afirma por boca de San Pablo que “ya no hay hombre
ni mujer, sino todos uno e iguales” y si escrutara los signos de los tiempos
vería que en esta sociedad en la que el “él” y el “ella” se neutralizan, ahora
todo es unisex, un ello gris e insípido, nombrar una mujer Cardenal de la
Iglesia Católica y Romana no sería una novedad sino la nueva normalidad.
Al fin
y al cabo Cardenal es un título mundano, sin contenido ministerial, que
cualquiera puede obtener o comprar.
¿De qué
le sirve a Del Bosque, entrenador de entrenadores, el título de Marqués si lo
único que hace es lidiar con un grupo de futbolistas ávidos de fama y de euros?
No
faltan candidatos y candidatas a la púrpura, que empiece el baile de las sillas.
Lo que me sorprende, casi me molesta, es la prisa de Francisco por conferir
títulos nobiliarios. Si a Francisco le molesta “la lepra de los aduladores” y no
quiere contagiarse, que elimine la corte y los cortesanos.
A falta
de imaginación para reformar la dichosa Curia Romana, si ha de haber más
Cardenales yo no pido una mujer Cardenal sino que todos los nuevos Cardenales
sean mujeres. La profesora Linda Hogan encabeza la lista de mujeres que puede
recibir el título de Princesa de la Iglesia. El 80% de las personas que asisten
a las iglesias son mujeres y merecen algo más que una palmadita en el hombro.
Me
muero de ganas por conocer la lista y espero que Benedicto XVI no sugiera
nombres.
La
Iglesia tiene problemas más importantes que engrandecer el obsoleto Colegio
Cardenalicio, ya tiene el Colegio de los Obispos numerosísimo y de múltiples
tendencias, obispos que aman el lujo, obispos que van en alpargatas, obispos
conservadores y tridentinos, obispos progresistas, obispos del Opus, Obispos
carismáticos…
L’Osservatore
Romano, periódico vaticano, hacía público, unos días atrás, un informe sobre el
número de religiosos y religiosas que cada año cuelgan los hábitos, dejan los
conventos y dan un rumbo nuevo a sus vidas.
3.000
abandonos al año, 3.000 desertores, hombres y mujeres que casados con la
institución, más por conveniencia que por amor, se cansan de ser lo que no son y
se secularizan, divorcio, ahora exprés, por incompatibilidad de caracteres, bajo
el reinado de Juan Pablo II era más difícil de obtener que la nulidad
matrimonial.
Esta
crisis vocacional según el P. José Rodríguez Cabello tiene su origen en gran
parte en la cultura del “zapping”. Los que yo conozco no han colgado los hábitos
por hacer “zapping” sino por el zipper, la cremallera de la bragueta, primera y
última urgencia de todo ser humano.
El
Padresito señala también como causas la falta de oración, tópico siempre fácil y
recurrente en boca de los superiores y confesores, amén de las violaciones del
voto de castidad, relaciones heterosexuales y homosexuales repetidas.
“Si
esto continúa, la vida de algunas instituciones podría estar en grave peligro”,
afirmó, calificando estas deserciones de “fenómeno inquietante”.
Más
inquietante que los abandonos, benditos abandonos, hay tanto peso muerto en los
conventos y en las parroquias y en los palacios episcopales, es el
envejecimiento de los curas y de las monjas. Hoy hay más curas y frailes en las
residencias, aparcados y desencantados, que en activo. Curas que miran al
horizonte y sólo ven negros nubarrones, anunciadores del diluvio escatológico,
diluvio más que necesario para que nazca una nueva manera de servir y señalar al
Totalmente Otro.
No
están los tiempos para emprender grandes aventuras ni para tomar dramáticas
decisiones, lo cual frena la salida de muchos cansados del aburrimiento sagrado.
Curas, frailes y monjas, a ciertas edades, aguantan más que Job, el que maldijo
el día que nació e hizo a Dios miles de preguntas imposibles de responder.
Muchas
órdenes han muerto y no pasa nada. Muchas son las que tienen que morir, su ciclo
se ha cumplido, el fin para el que fueron creadas ha dejado de existir y ya no
quedan piezas de recambio. A tiempos nuevos, modelos nuevos.
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