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Cuando
el ecumenismo estaba en voga, años del posconcilio, nos parecía soñar. Era el
tiempo antes del tiempo, cuando aún no existían palabras como globalización,
aldea global, agujeros negros, nueva evangelización, saludable
descentralización, cuando no se hablaba de fusiones y los minaretes no se
elevaban por encima de las torres de las catedrales góticas.
Los
apellidos europeos eran los de toda la vida: Pérez y Jiménez, Smith y Tailor,
Martini y Bertone, Sapin y Le Pen, Van Basten...todos blanquitos, todos nativos.
El siglo pasado, viejo y muerto, ya ni lo reconocemos.
La
vieja Europa va a renacer porque, hoy, es multi, multicultural, multilingüe,
multicolor y multirreligiosa. Arco iris gigante y protector.
La
plutocracia y la meritocracia de ayer han dado paso a las multinacionales de
hoy. Es tiempo de fusiones, el pez gordo se come el chico, fusión de los
dineros.
El
ecumenismo, fiebre romántica y utópica de mi juventud, es hoy un ecumenismo
imposible. Siempre fue imposible, pero, hoy, es impensable.
La
Iglesia Católica celebra todos los años el Octavario de Oración por la Unidad de
las Iglesias: pequeñas romerías, oraciones asépticas en los templos evangélicos,
presencia simbólica de algún imán, una hora de cese de hostilidades, querer sin
poder, armonía placentera.
La
necesidad de la diferencia es mucho más fuerte que la necesidad de la unidad.
Los entusiasmos religiosos nada tienen que ver con el imperio de los dineros.
Confieso
que cada año se me hace más antipático este octavario.
Los
judíos no necesitan fusionarse con nadie y los musulmanes oran, pero no por la
unidad de las tres religiones monoteistas. Sólo la Iglesia Católica recuerda y
ora “para que todos sean uno”, todos en la misma barca, todos a la sombra del
Vaticano, mientras otros oran para que Roma se hunda en el Tíber.
En un
ámbito más local y menos llamativo, pero más urgente, las órdenes y
congregaciones religiosas viven enfrascadas en sus fusiones, su
reestructuración. Rara vez se habla de unidad. Los efectivos con los que
cuentan, decir escasos es ver la botella medio llena, y hablar de religiosos
“mayores” es un eufemismo, un bello error óptico. Todos unidos en los mismos
cuarteles de invierno, hotelitos para seniors. Todos miembros de la misma
familia y sin embargo son muchos los que se rebelan contra la unidad
uniformadora. Hay provincias que eligen el suicidio antes que fusionarse con
unos hermanastros que ni conocen ni quieren.
En la
Iglesia universal existen tantas teologías, tantas corrientes y movimientos,
tantos tesoros de espiritualidad que sólo caben en el banco del cielo. El banco
del Vaticano es muy pequeño para almacenar y administrar tantos carismas y tanta
riqueza espiritual.
Jesucristo
es uno y el Nuevo Testamento es sólo uno. Ahí empieza y termina la unidad de los
cristianos.
Según
la Christian World Encyclopedia existen en el mundo más de treinta y tres mil
iglesias cristianas. Todas invocan al mismo Señor y leen la misma Biblia. Muchos
cromos que archivar en el album cristiano.
Ninguna
iglesia cristiana renuncia a su verdad ni a su interpreación de la Biblia.
Ninguna
tiene complejo de ser coja o manca. Con la Biblia en la mano y Jesucristo en los
labios no necesitan de más dogmas ni de superautoridades espirituales. Pequeñas
o grandes se sienten enteras en su totalidad.
Las
iglesias protestantes tradicionales: anglicanos, metodistas, luteranos,
presbiterianos...viajan por unas autopistas tan especiales que cada día se
alejan más vertiginosamente de la unidad por la que Roma ora todos los años.
“El
anglicanismo no es una religión para un cristiano” escribía Chesterton en el
siglo pasado. Si viviera hoy, tal vez, escribiría: el anglicanismo ni es
cristiano ni es una religión.
Están
engendrando unas doctrinas en las que no dejan títere con cabeza. El sexto
mandamiento, bastión vaticano, ha sido abolido, el matrimonio gay entre
ministros ordenados es aplaudido y el ministerio sacerdotal y episcopal abierto
a hombres y mujeres es el último cisma.
¿Es
posible y es serio orar por la unidad de las iglesias cristianas que,
contaminadas con el espíritu del mundo, son tan mundanas como el mundo? Por no
mencionar otros muchos obstáculos que dinamitan la soñada unidad.
Yo no
caí en la tentación de cambiar de pasaporte, abandonar el español por uno
americano.
Yo no
caí en la tentación de hacerme anglicano para engendrtar “niños muy hermosos”
como me pedía una Eva malvada.
Yo que
he convivido y trabajado con el clero de otras iglesias, sé de su fervor, de su
fe, de su entusiasmo por la predicación del evangelio y sé que por nada mundo
quieren fusionarse con otras iglesias y menos con la Roma imperial.
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