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El
dueño de un bar, hombre fuerte, bíceps de gimnasio y de lenguaje oxidado y
tabernario, ofrece mil euros a cualquiera de sus clientes que pueda extraer una
gota del limón que él ha exprimido previamente.
Son muchos los clientes que lo intentan, cogen el limón ya exprimido y, más por
desafiar al patrón fanfarrón que por el premio, hacen fuerzas, echan todas sus
fuerzas, como si de un parto se tratara, para que el limón destile una gota,
sólo una gota, pero lo que cae es una gota de sudor, el limón está aparentemente
kaput.
Un buen día, a los clientes de siempre, se sumó un desconocido, un hombre
pequeño y esmirriado. Al enterarse de los mil dólares, él también quiso
intentarlo.
“Tío bueno, corta troncos…aflójate la corbata que hay que sudar”, todos le
piropeaban y el cachondeo alcanzó muchos decibelios y jaculatorias nunca oídas
en el bar.
El forastero cogió el limón, a los ojos de la clientela habitual, supuestamente
seco, se concentró, respiró profundamente, levantó los ojos al cielo y, oídos
sordos a las risas y lindezas de la turbamulta que le rodeaba, estrujó el limón
y, oh sorpresa, una gota, dos gotas y hasta tres gotas del limón humedecieron el
mostrador.
El dueño, acojonado, no salía de su asombro. Le pagó los mil dólares y le
preguntó: ¿Usted quién es? ¿A qué se dedica? ¿Trabaja en la construcción, es
camionero, corta árboles…?
El primer ganador de los mil dólares le contestó lacónicamente: “Yo trabajo para
Hacienda y se largó”.
Los católicos, proclamado el evangelio, se sientan automáticamente sin saber muy
bien por qué ni para qué, y menos aún sin saber lo que les espera. ¿Una cabezada
inteligente, un rato de aburrimiento, una oportunidad para quejarse
interiormente, unos pies que quieren protestar, una palabra que llega al
corazón?…”Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén” Isaías
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En nuestras asambleas dominicales lo único que es nuevo, lo único que cambia es
el sermón. El resto de la celebración, lo de siempre, no sorprende a nadie. Son
momentos de interiorizar, de conectar con el único protagonista, el Señor.
La proclamación de la Palabra de Dios, clara, fuerte, pausada, subrayando las
palabras clave, es un sermón. La Palabra, si acogida, si sintonizada en el dial
de Dios, es el primer sermón, sin la Palabra hospedada en el corazón, lo que
diga el cura no sirve de nada.
Los católicos, analfabetos bíblicos e indiferentes a la teología y a las
teologías, viven de espaldas a las grandes ideas y al vocabulario esotérico.
Cuando uno se convierte en consumidor de sermones empieza a entender a los
feligreses, sus cansancios, su paciencia, su aguante, sus silencios reprimidos…
El predicador, como el dueño del bar, suelta su rollo, lee tres folios que no ha
escrito, que no ha meditado, que ha tomado prestados y, satisfecho, nadie le
cuestiona, se sienta en la sede y saborea su trabajo
Los feligreses, los clientes del bar, piensan que al limón exprimido ya no le
queda más jugo y olvidan el evangelio y el sermón.
La historia del limón se repite en muchas iglesias domingo tras domingo, sermón
tras sermón. Ningún feligrés vuelve a casa con los mil dólares.
Los cristianos que se toman en serio el negocio de Jesús, los servidores de su
Hacienda, sentados en sus bancos, saben muy bien que el limón que ha exprimido
el cura ha dado poco jugo y su sabor es un tanto insípido.
A los clientes del bar de Jesús yo les martilleo diariamente: ”Do your homework”.
El domingo, día sin negocios terrenales, estos cristianos cogen de nuevo el
limón y en el silencio de la oración lo vuelven a exprimir y gozosos van
llenando con gotitas embriagadoras su corazón y sus vidas. Jugo sabroso y
abundante que, a lo largo de la semana, compartirán con familiares y compañeros
de trabajo.
Al Evangelio eterno ningún funcionario de la religión, ostente el título que
ostente, puede ponerle el punto final.
Todos obligados a exprimir el limón.
“When the preacher gives you lemons, make lemonade”, dice el dicho americano.
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