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Sermones

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio.....

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El dueño de un bar, hombre fuerte, bíceps de gimnasio y de lenguaje oxidado y tabernario, ofrece mil euros a cualquiera de sus clientes que pueda extraer una gota del limón que él ha exprimido previamente.

Son muchos los clientes que lo intentan, cogen el limón ya exprimido y, más por desafiar al patrón fanfarrón que por el premio, hacen fuerzas, echan todas sus fuerzas, como si de un parto se tratara, para que el limón destile una gota, sólo una gota, pero lo que cae es una gota de sudor, el limón está aparentemente kaput.

Un buen día, a los clientes de siempre, se sumó un desconocido, un hombre pequeño y esmirriado. Al enterarse de los mil dólares, él también quiso intentarlo.

“Tío bueno, corta troncos…aflójate la corbata que hay que sudar”, todos le piropeaban y el cachondeo alcanzó muchos decibelios y jaculatorias nunca oídas en el bar.

El forastero cogió el limón, a los ojos de la clientela habitual, supuestamente seco, se concentró, respiró profundamente, levantó los ojos al cielo y, oídos sordos a las risas y lindezas de la turbamulta que le rodeaba, estrujó el limón y, oh sorpresa, una gota, dos gotas y hasta tres gotas del limón humedecieron el mostrador.

El dueño, acojonado, no salía de su asombro. Le pagó los mil dólares y le preguntó: ¿Usted quién es? ¿A qué se dedica? ¿Trabaja en la construcción, es camionero, corta árboles…?

El primer ganador de los mil dólares le contestó lacónicamente: “Yo trabajo para Hacienda y se largó”.

Los católicos, proclamado el evangelio, se sientan automáticamente sin saber muy bien por qué ni para qué, y menos aún sin saber lo que les espera. ¿Una cabezada inteligente, un rato de aburrimiento, una oportunidad para quejarse interiormente, unos pies que quieren protestar, una palabra que llega al corazón?…”Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén” Isaías 40

En nuestras asambleas dominicales lo único que es nuevo, lo único que cambia es el sermón. El resto de la celebración, lo de siempre, no sorprende a nadie. Son momentos de interiorizar, de conectar con el único protagonista, el Señor.

La proclamación de la Palabra de Dios, clara, fuerte, pausada, subrayando las palabras clave, es un sermón. La Palabra, si acogida, si sintonizada en el dial de Dios, es el primer sermón, sin la Palabra hospedada en el corazón, lo que diga el cura no sirve de nada.

Los católicos, analfabetos bíblicos e indiferentes a la teología y a las teologías, viven de espaldas a las grandes ideas y al vocabulario esotérico.

Cuando uno se convierte en consumidor de sermones empieza a entender a los feligreses, sus cansancios, su paciencia, su aguante, sus silencios reprimidos…

El predicador, como el dueño del bar, suelta su rollo, lee tres folios que no ha escrito, que no ha meditado, que ha tomado prestados y, satisfecho, nadie le cuestiona, se sienta en la sede y saborea su trabajo

Los feligreses, los clientes del bar, piensan que al limón exprimido ya no le queda más jugo y olvidan el evangelio y el sermón.

La historia del limón se repite en muchas iglesias domingo tras domingo, sermón tras sermón. Ningún feligrés vuelve a casa con los mil dólares.

Los cristianos que se toman en serio el negocio de Jesús, los servidores de su Hacienda, sentados en sus bancos, saben muy bien que el limón que ha exprimido el cura ha dado poco jugo y su sabor es un tanto insípido.

A los clientes del bar de Jesús yo les martilleo diariamente: ”Do your homework”.

El domingo, día sin negocios terrenales, estos cristianos cogen de nuevo el limón y en el silencio de la oración lo vuelven a exprimir y gozosos van llenando con gotitas embriagadoras su corazón y sus vidas. Jugo sabroso y abundante que, a lo largo de la semana, compartirán con familiares y compañeros de trabajo.

Al Evangelio eterno ningún funcionario de la religión, ostente el título que ostente, puede ponerle el punto final.

Todos obligados a exprimir el limón.

“When the preacher gives you lemons, make lemonade”, dice el dicho americano.