Era un matrimonio pobre.
Ella hilaba a la puerta de su choza pensando en su marido. Todo el que
pasaba se quedaba prendado de la belleza de su cabello negro, largo,
como hebras brillantes salidas de su rueca. Él iba cada día al mercado a
vender algunas frutas. A la sombra de un árbol se sentaba a esperar,
sujetando entre los dientes una pipa vacía. No le llegaba el dinero para
comprar un pellizco de tabaco.
Se acercaba el día
del aniversario de la boda y ella no cesaba de preguntarse qué podría
regalar a su marido. Y, además, ¿con qué dinero?
Una idea cruzó su
mente. Sintió un escalofrío al pensarlo, pero al decidirse todo su
cuerpo se estremeció de gozo; vendería su pelo para comprarle tabaco.
Ya imaginaba a su
hombre en la plaza, sentado ante sus frutos, dando largas bocanadas a su
pipa: aromas de incienso y de jazmín darían al dueño del puestecillo la
solemnidad y el prestigio de un verdadero comerciante.
Sólo obtuvo por su
bello pelo unas cuantas monedas, pero eligió con cuidado el más fino
estuche de tabaco. El perfume de las hojas arrugadas compensaba
largamente el sacrificio de su pelo.
Al llegar la tarde
regresó el marido. Venía cantando por el camino. Traía en su mano un
pequeño envoltorio: eran unos peines para su mujer, que acababa de
comprar tras vender su pipa.
R. Tagore
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