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Un
pequeño empresario, que frecuentaba mi parroquia en la Calle Frentes de Soria,
me confesaba su deseo de peregrinar a Tierra Santa.
Era conocido en la ciudad como hombre de pocos escrúpulos y nada transigente con
sus obreros.
No quería morir, me decía, sin subir a la cima del Monte Sinaí, donde Moisés
recibió los Diez Mandamientos, y, a pleno pulmón, proclamarlos a los cuatro
vientos. Antojo lírico y sin sustancia.
Yo le aconsejaba, ¿por qué no te quedas en Soria y empiezas a cumplir, al menos
uno de los Diez, por ejemplo, el de NO Robar?
Seguro, seguro, que si le preguntaras a tu Dios infantil te aconsejaría lo mismo
que yo.
Nos gusta la cima del Sinaí y la del Tabor.
Nos gusta que la “nube” del éxtasis nos envuelva.
Nos gusta experimentar los Grandes Calambres místicos.
Nos gusta salir de nuestra condenada soledad y trascendernos en el OTRO,
calambre del alma, y en los otros, calambre de la carne.
Después de las fugas pasajeras, vuelta a la cotidianidad, hay que ponerse el
mono de trabajo y experimentar, no calambres, sino las turbulencias y los
disgustos y las broncas de la vida.
Pensaba yo en el pobre San José, el casto esposo de María, mi santo favorito,
patrono de los que no pintamos nada. No subió al Monte Sinaí a gritar los Diez
Madamientos, simplemente los cumplió fielmente, al pie de la letra.
Los esclavos de la letra no experimentan ni los grandes ni los pequeños
calambres.
A San José se lo dieron todo hecho. Qué paz! Qué alegría! No estrés, no
depresión, no calambres diurnos ni nocturnos. José, No tienes literatura, ni la
necesitas. Eres mi santo favorito, a pesar de la malísima literatura que hacen
contigo, José, el hombre más innecesario de la historia. Te quiero.
Cuaresma, tiempo de las pequeñas fidelidades, tiempo de santificar la rutina,
tiempo de subir el voltaje de la presencia de Dios en las cosas más
insignificantes de cada día para alcanzar la conversión, cambiar a mejor.
Místicos en la cotidianidad, calambres en la oración, en el ayuno y en la
limosna.
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