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Journal
d’un -presque- curé de campagne
“Converso
con el hombre que siempre va conmigo
quien habla solo espera hablar a Dios un día”. A. Machado
La terapia del camino es
mucho más que salir a comprar salud, más que quitarse kilos, más que cultivar el
cuerpo, hermoso en su desnudez juvenil y sagrado en su decrepitud física y
mental.
La
terapia del camino, conversación animada con el hombre que siempre va conmigo,
se convierte en la teología del camino: preguntas, intuiciones, sermones
corregidos y mejorados, versículos-mantra, letanía de jaculatorias santas y
satánicas…
Todas
las tardes me calzo las Adidas, no quiero compañía que es distracción y small
talk, y en este hoy, mi hoy se llama Movera, Alfalfa Country sin sombreros ni
espuelas, terapia del camino entre campos de Alfalfa y naves, graneros enormes,
donde se almacenan las pacas de Alfalfa.
Tomaba
café una mañana en el Bar Isabel y hojeando el Heraldo de Aragón, sorprendido e
incrédulo, pedí una lupa para leer bien el anuncio: En venta la Torre Villarroya
de Movera. Precio, medio millón de Euros.
Guiado
por la curiosidad, la terapia del camino me ha llevada a husmear las Torres en
ruina, las abandonadas, las en venta y las nuevas, asentamientos sin red de
alcantarillado público, sin regulaciones, chabolismo elegante en no man’s land.
Por el
Camino las Casicas, sin flechas ni señales, pasé por delante la Torre Movera 208
y las nuevas torres, asentamientos ilegales, que jalonan el camino.
Recorridos un par de
kilómetros llegué a un par de casas.
Soy un
cura que hace el camino de Movera, Torre a Torre. ¿Dónde estoy?, pregunté a un
hombre soltero que salía de casa.
“Está
en la Torre de San Lázaro”, me contestó.
Un caserón
enorme, con un curioso reloj de sol en la fachada, se levanta al final de la
calle.
Fue un antiguo
convento. Usque ad occasum, se lee en el enigmático reloj.
El hombre
soltero me indicó el camino que lleva a la Torre Villarroya, las dos Torres, la
blanca señorial y clásica y la de piedra, mansión elegante y moderna. Fueron sus
dueños militares de alta graduación con muchos criados y muchas tierras. Hoy
abandonadas y desconectadas de la civilización más elemental y la más
sofisticada esperan, aburridas y perfumadas por el olor de la Alfalfa, que
alguien, con vocación de eremita y bolsillos profundos, las quiera resucitar.
Otra
tarde, en mi camino teológico, divisé unas casitas en la lejanía y decidí
visitarlas. Una senda estrecha me acercó hasta dos casas pintadas de un azul
profundo y encerradas en un pequeño patio sin salidas. No vi a nadie, pero al
deshacer el camino llegaba un joven que volvía del trabajo, bajó la ventanilla
del coche y le pregunté: ¿Amigo,dónde estoy? Está en la Torre del Casetón. Vivo
en la casa de mis abuelos y los campos de Alfalfa los tenemos arrendados. A
propósito, mosén, nosotros no visitamos la Torre de la Plaza Mayor nº 9.
La
Torre del Casetón tiene su morbo. Cada vez que la menciono a mis contertulios
del Bar Isabel sale a relucir el señor de la Torre Bescós. Lugar de sus primeras
citas amorosas.
La
Torre Bescós, en la Avenida de Movera, ofrece a la vista del caminante un
espectáculo anacrónico. Los ojos cansados de contemplar los campos de Alfalfa
mecidos suavemente por el viento, ahora, miran y miran y se preguntan, ¿es
verdad lo que veo? Un avión PHantom del ejército del aire, a punto de despegar,
asoma por encima de la pared del jardín. Me acerco a la puerta y un tanque de
verdad me declara la guerra. En el mástil cuatro banderas: España, Aragón,
Europa y la Bandera de Estados Unidos. ¿Cuántas secretos guarda la Torre Bescós?
Alejandro,
amigo de generales, no hizo las Américas, sí hizo las Áfricas, Gabón y Guinea
Ecuatorial fueron su territorio y maderas y marfiles su fortuna. Los habitantes
de Movera cuchichean todo tipo de historias sobre este personaje singular.
Hoy el marfil es una
maldición, mejor no enseñarlo ni hacer ostentación de riquezas africanas.
No hay que juzgar un libro
por sus tapas. Me sentí decepcionado cuando Javier me dijo que la Torrevirreina,
hoy granja escuela de la Cai y dirigida por Ozanam, tenía solo unos veinte años.
Su cúpula de cebolla, estilo iglesia ortodoxa, me parecía una reliquia del
pasado y resulta ser de hoy. Pronto visitaré a Leo, el conserje, y la miraré con
nuevos ojos.
La
Torre de la Plaza Mayor nº 9, mi residencia, lo mejor que tiene es la ubicación.
Es tan sencilla por fuera y por dentro que los ojos no tienen donde posarse. No
está en ruinas ni abandonada ni en venta, es simplemente nueva y pasa
desapercibida. Los cuatro bares de la Plaza Mayor tienen más clientela y generan
más platita que la Torre, La Iglesia.
La misa
de las 7 de la tarde es la misa de Joaquina, única feligresa fija si el tiempo y
las fuerzas se lo permiten. Vienen, a veces, dos monjitas más por obligación, la
letra de la Regla mata, que por devoción.
Pastriz
además de tener aire de pueblo lo es y tiene identidad de pueblo.
Pastriz
es más señorial, no tiene Torres, pero tiene el Palacio del barón de Guía Real
y, a dos kilómetros, tiene el Palacio de la Alfranca. Mi Pastriz tiene jardines
e historia.
La
terapia del camino, obligación y devoción, es manantial de olores y sabores,
surtidor de excitaciones estéticas y placenteras.
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