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“Hay
mucha diferencia entre honrar al que nos hizo y honrar al que hemos hecho
nosotros”.
“Recuerda que eres mortal”, le gritaba un soldado con voz de trueno, en medio de
la algarabía de la victoria, al César.
Los hombres, adoradores de lo efímero, somos tan caducos como las obras de
nuestras manos.
“Mi viejo corazón salta y retoza al ver que en la tierra hay todavía algo que
adorar”.
Nuestros héroes, nuestras celebridades, bajo mil ropajes, endiosados por tantas
ovaciones y sentados sobres tronos de diamante y cornalina sobre sus traseros
olímpicos, se sienten eternos. Son pocos los que caen en la cuenta, pigmeos
dorados, de que son basura reciclable. Mortales, polvo, olvido, en el planeta de
Ubi Sunt.
El Qohelet, en el Eclesiastés, libro canónico a pesar de su pesimismo
existencial, me enseña a despreciar la basura cósmica y la basura orgánica que
generan los humanos.
“Nadie se acuerda de los antiguos, y lo mismo pasará con los que vengan, sus
sucesores no se acordarán de ellos”. 1,11
Noviembre es el mes de los muertos, los que tienen los ojos cerrados.
Mes de visitar cementerios, de dejar una flor en las tumbas, de leer epitafios,
de rezar una oración, de leer listas de difuntos porque sí, y de estremecerme
porque no me duele nada y mi final se me antoja lejano, pero necesitado de un
nicho.
Recorro el andador de los famosos, desconocidos y olvidados, sus mausoleos son
una ruina. Mortales, convertidos en algo tan prosaico como en nombres de calles.
El silencio del cementerio aturde. No queda nada. Quisiera que me prestarais
vuestras voces.
Dejadme que os ponga voz, que recuerde lágrimas y abrazos compartidos, besos de
llegadas y despedidas, olvidos y recuerdos, perfumes y aromas de eternidad.
Noviembre es el mes de los muertos, de los que tienen los ojos abiertos en el
país de la vida nueva.
La muerte es siempre la de alguien, familiar, conocido, amigo, vecino… la muerte
de X, nunca la mía. Noviembre es también el mes de mi muerte. Mi último deber es
morir.
En esta sociedad del entretenimiento, de la pequeña felicidad, de los calambres
de bajo voltaje, los “Novísimos” de ayer, películas de terror de los católicos,
resultan excesivamente spooky.
Hoy, los púlpitos guardan un sepulcral silencio. Muchos predicadores, como el
San Manuel Bueno de Unamuno, o callan a la hora de recitar el Credo por falta de
fe o saben menos que sus feligreses. Se contentan con enviar a los muertos, sin
escala, a un cielo edulcorado e insípido.
Pese a todos los adelantos de la medicina, a los mercaderes de la inmortalidad,
y a las píldoras que en un futuro cercano, ya está aquí, prolongarán la vida de
los seres humanos 10 o 20 años, propina nada deseable, envejeceremos a cámara
lenta y moriremos. Somos dioses que cagan, dioses que mueren.
“Si no tuvieras la muerte, me maldecerías sin cesar por haberte privado de
ella”.
Yo, que vivo en una Residencia de Mayores, vivo entre vivos que tienen ojos y no
ven, que tienen oídos y no oyen, que tienen boca y no hablan, tienen cuerpo y no
gozan, sólo sufren y viven en un continuo Ay, bostezo inmenso. ¿Esperan algo?
¿Esperan a Alguien?
Creedme, el cementerio está aquí.
Creedme, los Novísimos los vivimos aquí.
Creedme, no olvidéis activar el billete de vuelta, entre todas las tarjetas la
más importante.
Recordad, “el provecho de la vida no reside en la duración, reside en el uso”.
Para mí, la experiencia del Memento Mori no es cosa molesta e inoportuna, es un
tatuaje que cubre toda mi piel.
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