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“No fue
el alma lo que Adán descubrió como resultado de su autoconciencia sino su
desnudez”. Y con la hoja de parra comenzó la historia de la moda. El paraíso es
la primera pasarela del primer Fashion Week de la historia. La galería de
cuadros que evocan ese primer sonrojo más que abundante es turbadora. Desde
entonces los trapos que cubren la desnudez de los cuerpos han eclipsado las
gasas vaporosas que cubren las almas.
Vestir
la desnudez de los cuerpos es una tarea a la que se han dedicado todas las
sociedades.
Cada
día se visionan en el mundo unos tres mil millones de videos gracias a YouTube.
Unos
son buscados, tienes que ver éste, nos aconsejan y otros se cuelan en la
pantalla sin quererlos ni buscarlos. La Vía Láctea palidece frente a este nuevo
universo que lo abarca todo: el mejor gol de la semana, el beso más largo, el
sermón más aburrido, el volcán escupiendo lava, los conejos copulando…
En este
continente incontinente viajé a la galaxia de la moda y Lilith me mostró la
“Moda eclesiástica. Versión Felliniana. Pasarela Cibeles”. Sátira satánica de un
ayer no del todo clausurado porque se resiste a morir. Cierto, han desaparecido
los hábitos estrambóticos con los que, adrede, mortificaban cruelmente a las
monjas, los manteos y sombreros de los curas, los roquetes de puntillas y la
innecesaria tonsura clerical. Un mundo medieval que se ha prolongado durante
demasiado tiempo.
El
Concilio Vaticano II, bendición para unos y maldición para otros, liberador para
los de mente abierta y luteranizador para los nostálgicos, prendió una gran
hoguera donde se han quemado reliquias falsas, tradiciones abíblicas y hábitos
de todos los colores.
El
clero bajo, terminología pasada de moda, aún existe. Somos los curas de pueblo,
los pastores que aún huelen un poco a oveja, los que, en países de misión o en
países que pasan de la misión, se relacionan con el pueblo y se hacen pueblo,
somos los que hemos quemado los hábitos para que nos conozcan no por los trapos
eclesiásticos sino por una manera de vivir: sencilla, acogedora, alegre, abierta
a todos. Somos los que, a veces, nos confunden con los camioneros porque un
sueldo de ocho cientos euros no da para muchos trapos. Somos los que creemos en
el sacerdocio universal de los fieles. Una barrera menos.
El
clero alto, esa cúpula dorada y venerada, aún existe. Obispos, Arzobispos, y
Cardenales, no han quemado sus trapos. No sé por qué razones no renuncian a la
Haute Couture Vaticana de las sedas rojas, las sotanas de los treinta y tres
botones de seda roja, los solideos, las mitras doradas…
Viaja
por la red una imagen que sonroja a los creyentes, que hace las delicias de los
enemigos de la Iglesia, que da pie a todo tipo de chistes cachondos, una imagen,
en fin, que propina un puñetazo mayúsculo al evangelio de los pobres.
El
flamante arzobispo de Valencia, Cañizares, camina majestuosamente hacia no sé
qué podio luciendo la capa magna de seda roja, de cinco metros de cola que unos
sacristanes asustados estiran para que la podamos contemplar, jurar y maldecir.
Camioneros
los quiero yo, que en la Iglesia de Jesús no hay sitio para príncipes y si algo
sobra son todos los títulos nobiliarios. “No llaméis a nadie”….dice Jesús.
¿Acaso
su desnudez necesita más trapos y más caros que la del resto de los mortales?
¿Acaso
sus títulos aristocráticos necesitan para ser ejercidos responsablemente
uniformes llamativos?
La
vanidad humana no tiene límites. A mí no me escandaliza nada, ni siquiera la
moda eclesiástica, pero sí me irrita y desearía que el Papa Francisco, sé que la
detesta más que yo y no la sigue, la simplificara tanto, tanto, que dejara de
existir.
La
Iglesia cuanto más bíblica menos burocrática, menos vertical, menos títulos,
menos trapos…pero más libre, más horizontal, más pobre, más desnuda.
¿Pero
quién se atreve a desempolvar el evangelio de Jesús desnudo en la cruz?
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