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Tres
himnos acompasan la jornada de las comunidades religiosas.
Al despuntar el día, congregados todos en la iglesia o en la capilla, terminamos
la oración con el himno del Benedictus. Agradecidos, alabamos al Señor que nos
ha visitado y redimido.
Con la puesta del sol, en la oración comunitaria de Vísperas, el himno del
Magnificat sella nuestra alabanza y gratitud por las bendiciones recibidas del
Señor.
Los más piadosos, en la soledad de su cuarto, en lugar de sintonizar eso que
llaman “las series”, despiden el día con el Nunc dimittis, vaso vaciado que
esperamos llenar el siguiente día. Son los tres momentos más importantes de la
jornada. Si ahí no pasa nada, la anodina normalidad señoreará sobre el resto del
día.
“Decir” oraciones es como viajar por las autopistas alemanas que no contemplan
límites de velocidad.
“Rezar” es mucho más que decir palabras.
En una comunidad religiosa, entre avemarías, amenes, salmos, oraciones propias
del instituto y otras devociones piadosas, se dicen más de quince mil palabras
en voz muy bajita, y sin límite de velocidad. Quedan pocas ganas de decir más.
Lo prescrito no es rezar, es estar presente físicamente, la imaginación puede
agraciarte con el don de bilocación. Gracia barata, fruto de los labios.
Orar con el corazón tiene agentes y límites de velocidad. Gracia cara, fusión
total.
La vida comunitaria, rutina martirial, se rige por normas y la perfección por su
cumplimiento, perfecta asistencia, es la condecoración de los cumplidores.
Viajan por la autobahn sin cometer infracciones, pedazos de perfección.
Rezar sin límite de velocidad, sin respetar las comas y los puntos, meros
motivos decorativos, vale para cumplir con el rezo. ¿Vale para cumplir con aquel
a quien se dirige el rezo?
“La ceremonia nos arrastra y olvidamos la sustancia de las cosas”.
Orar con el corazón.
Los religiosos, ejército bajo miles de uniformes distintos, embarrados en miles
de tareas diferentes, se congregan más que para las oraciones, se congregan para
la Oración en sosiego, en silencio, las palabras importan poco, si dan en el
blanco, la conexión puede producir fenómenos extraordinarios.
Las oraciones, ese correr distraído por la autopista de la vida, no posibilita
saborear la belleza literaria de los salmos ni sorber su densidad espiritual. Y
hay días que como Balaán tenemos los ojos cerrados y ni vemos ni sentimos y no
pegamos a la burra que nos lleva.
Todos somos rezadores, ¡ojalá fuéramos también orantes!
Las comidas, silenciosas casi siempre o salpicadas por ingenuos chismes
comunitarios y las constantes críticas al chef de la Residencia, son los otros
dos momentos importantes de la vida comunitaria.
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