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Los
españoles hemos dejado de peregrinar. Lourdes, santuario ayer visitado por
enfermos y grupos parroquiales, hoy, ya no evoca nada y a las nuevas
generaciones les resulta tan desconocido como Noviercas. El agua de la gruta de
Lourdes no es más milagrosa que el agua que “brotaba de la fuente escondida
entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda”, el pozo
Román, del que habla Becquer en el Gnomo.
Roma,
ciudad turística y eterna, acoge a millones de turistas y a un puñado de
peregrinos. La historia y el arte y un Papa convertido en una celebridad más
atrae a la gente del mundo. Roma, más que religión es comercio y vanidad.
El
hombre secular, cerrado a la trascendencia, vive volcado en un presente tangible
y dionisíaco. El futuro, el más allá, la eternidad, son palabras vacías que no
hay religión que las pueda llenar de contenido.
Los
españoles, matados todos los dioses y clausurados los lugares de peregrinación
de los mayores, han descubierto otros lugares de peregrinación. Siguen siendo
peregrinos y organizan nuevas peregrinaciones.
Mañana,
Mayo 24, 2014, se celebra la Champions, 90 minutos de fútbol entre los
millonarios del Real Madrid y los menos millonarios del Atlético de Madrid.
Más de
70.000 personas peregrinaran a Lisboa para experimentar un orgasmo colectivo y
religioso. Son los hinchas, los fanáticos, los fans, los adoradores irracionales
de unos colores, los que sacrifican su tiempo y su dinero para conectar con las
divinidades de pies de barro. Todo sacrificio es pequeño si se experimenta “una
masturbación espiritual”.
Confieso
que me gusta el espectáculo del fútbol, pero no me gusta nada todo lo que rodea
el negocio del fútbol como no me gusta nada todo lo que rodea los lugares de las
peregrinaciones religiosas.
El
fútbol es negocio, la religión es negocio y el dinero es la maldición de los
hombres.
El
deporte, casi todos los deportes, han dejado de ser un entretenimiento para
convertirse en una religión secular. El ritual de los deportes con sus colores,
sus estandartes, sus banderas, sus himnos, sus bufandas, son una copia de un
servicio religioso.
La
religión, siempre seria, siempre flagelándose, no puede competir con el
entusiasmo cósmico del deporte.
Esta
nueva religión lo tiene todo menos la dimensión liberadora. Necesita una
teología de la liberación que exija a sus fieles el compromiso, el servicio a
los olvidados, la pasión por todo lo que es humano. El deporte tiene que ser más
que una “anestesia cultural” para matar el hastío dominical y llenar la
conversación del fin de semana.
Desgraciadamente
el deporte no da más de sí, entretiene, divierte, mata el tiempo, esclaviza,
organiza nuevas peregrinaciones y no nos deja peregrinar a nuestro corazón.
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