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Los
curas celebramos la Misa, unos pocos días fervorosamente y otros muchos
rutinariamente y, a veces, sentados en medio de la asamblea oímos la Misa.
Experimentar
lo que el pueblo de Dios experimenta domingo tras domingo es una exigencia
saludable para comprender mejor sus quejas y sus lamentos.
Un
domingo de octubre oí Misa en la Basíica del Pilar de Zaragoza, iglesia que
recoge las devociones y suspiros de los zaragozanos y de los turistas que
deambulan curiosos por su recinto más turístico que religioso, sus suspiros van
siempre dirigidos a María, Jesucristo siempre queda en segundo plano.
"The
God-alone party", en la Basílica DEL Pilar se convierte en "Mary-alone party".
Un cura
que oye Misa a la devoción suma también la crítica, a la alegría dominical el
celebrante añade unas gotitas de seriedad y agua el vino de la fiesta.
La
Basílica del Pilar, ese domingo de octubre, estaba llena de fieles, muchas
mujeres muy mayores y algunos hombres. Yo miraba y miraba y me parecía ser el
más joven.
El
padrecito comenzó la Misa con un SALUDO a los "niños y los jóvenes". Yo no vi
ninguno. Todos éramos mayores, viejos y ancianos, incluido el cura que presidía
la Misa. El saludo dirigido a los siempre ausentes sonó vacío.
Los
LECTORES, con sus voces viejas y quebradas, leían cansinamente la Palabra de
Dios. Su proclamación no penetraba ni en los oídos ni en el corazón de los
fieles.
EL
SERMÓN del cura, canónigo cargado de años y de decepciones, en lugar de prender
las mechas moribundas las apagó. Recitó tres frases de las tres lecturas sin
centrarse en ninguna y después vino lo mejor, nos invitó a todos a rezar el
rosario en familia, de camino y a enseñárselo a los nietos.
Estábamos
en el mes del rosario, estábamos en el Pilar, estábamos en el corazón del
catolicismo. Un catolicismo con María y con Santo Domingo de Guzmán, ¿para qué
más?
Una
señora y un señor hicieron la COLECTA. Pasearon los cestillos para recoger el
diezmo de los fieles, la roñosería de las ancianas. Tal vez el sermón del cura
no se merecía mucho más. Lo que sí me llamó la atención es que la colecta se
prolongó durante toda la Misa. Un ofertorio que en la inmensa mayoría de las
iglesias de este país no saben aún ofrecer con la dignidad que merece este rito.
LA
COMUNIÓN en El Pilar es una aventura, si no peligrosa, sí sumamente incómoda.
Los fieles se arremolinan a la largo de la verja dorada, clausura presbiteral, y
hay que subir dos escalones que para los mayores es como subir el Everest y la
aglomeración que se forma es tan desordenada que hace que el fervor se evapore
para cuando te llega el turno.
Uno
sale de la Basílica con las tripas vacías, el aperitivo frío y escaso no
satisface el hambre espiritual.
El
"podéis ir en paz" suena más a alivio que a envío gozoso. Hay DOMINGOS que sólo
son domingos.
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