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¿Por
qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Sólo Dios es santo.
La
santidad es monopolio exclusivo de Dios. Los hombres, día tras día, a fuerza de
heroicidades imposibles se drogan can prácticas ascéticas y entrenamientos
olímpicos para conquistar la medalla de oro de la santidad, medalla que, un día,
reclamarán sus herederos, los de su país, los de su congregación o sus fans.
La
santidad, la de Bernini, la que certifican solemnemente los humanos no deja de
ser cosa humana, tan humana, que lleva todos los sellos de la falibilidad.
Leía,
días atrás, un artículo en el País criticando la santidad de Madre Teresa de
Calcuta. La acusaban de administrar mal los muchos dineros que recibía, de ser
una fanática que gozaba en el sufrir por el sufrir y de las vejaciones que se
imponían en sus casas. Vaya descubrimiento, pensé, como si la santidad estuviera
al alcance de los hombres, como si uno no se manchara nunca y no necesitara la
ducha diaria del perdón; la ducha última, la de la purificación total, sólo nos
la da Papá Dios, las otras no lavan del todo, no eliminan el olor a
imperfección, a humanidad siempre pecadora.
En
"Felipe de España", biografía escrita por Henry Kamen, en las páginas 94-95, leí
el siguiente párrafo: "El 5 de mayo de 1562 Don Carlos, hijo de Felpe II cayó en
estado de coma. El 9 de mayo, por consejo del duque de Alba, desde un convento
del lugar le llevaron el cuerpo embalsamado de un santo local, el franciscano
Diego de Alcalá. Hicieron que el Príncipe tocara el cuerpo. Entretanto, los 6
doctores recurrieron a una alternativa: acordaron probar los bálsamos que
recomendaba un médico morisco de Valencia. Los bálsamos, uno negro y otro
blanco, se le aplicaron el 8 y el 9 de mayo. Por intervención del s a n t o o
del m o r i s c o el 20 de mayo la fiebre había desaparecido. A mediados de
junio don Carlos caminaba sin problemas. En agradecimiento por la recuperación,
Felipe obtuvo del Papa posteriormente la canonización oficial de Diego de
Alcalá".
Felipe
II, agradecido al fraile, portero del convento y tenido por santo por las gentes
de la ciudad, le dio el último empujón para que subiera a los altares y se le
abrieran las puertas de la santidad oficial. El 10 de julio de 1588 el Papa
Sixto V lo proclamó santo y ya podía lucir corona de oro y recibir culto. Nadie
se acordó de los bálsamos del morisco. ¿Puede acaso un pagano hacer milagros o
ser mejor que un fraile?
La
historia del santoral y de todos los que embellecen las ornacinas de los altares
es más que curiosa, es desconcertante, tan desconcertante que pronto tendremos
una santa más, la Venerable Antonietta Meo. Murió tan pronto, a los 6 años, que
no tuvo tiempo de hacer nada ni siquiera de llegar al uso de razón. El santoral
se nos desborda, pero no teníamos una niña santa no mártir. Antonietta es
confesora de la fe y mística. Sus cartitas a Jesús, teología infantil, dictadas
por el Espíritu y las monjitas, conmovieron hasta el Papa.
Los
judíos son más pesimistas que nosotros los católicos. Para los judíos el yetzer
ha-ra, el impulso del mal, es 13 años más viejo que el yetzer ha-tov, el impulso
del bien. El yetzer ha-ra crece en el vientre materno y cuando la criatura sale
también sale él. Sólo a los 13 años el yetzer ha-tov, el impulso del bien,
empieza a nacer.
La
palabra idolatría ha caído en desuso. Los hombres ya no adoramos a nada etéreo o
viejo. Nuestros ídolos son carnales, bellos, jóvenes y célebres. Son visitados y
revisitados diariamente en la alfombra roja, en las revistas, en la televisión y
en las redes sociales. Todos los días hacen algún milagro.
Hace ya
tiempo que dejamos de intercambiar "estampas". Ahora coleccionamos cromos,
posters, autógrafos, selfis, camisetas y bufandas de nuestros ídolos adorados.
Ya no hay que ir a las iglesias a darles culto, los tenemos en casa.
La
última vanidad humana es ser visitado en un monumento funerario o en un trozo de
escayola aureolado.
Todos,
los católicos incluidos, somos un poco idólatras. Muchos son más idólatras que
monoteistas.
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