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Estatuas

P. Félix Jiménez Tutor, escolapio.....

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Vosotros me veneráis, mas, ¿qué ocurrirá si vuestra veneración se derrumba?
!Cuidad de que no os aplaste mi estatua!¨

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NO tendrás otros dioses frente a mí.

No fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra.

No te postrarás ante ellos, ni les darás culto, porque, yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso¨… Éxodo 20,3-5

La Biblia es un canto a la iconoclasia.

Los hombres somos, los creyentes incluidos, idólatras disfrazados, amantes en diferido y herejes sin saberlo, la gama de los grises nos asusta.

Las exigencias del Primer Mandamiento y las de las Diez Palabras señalan la meta, horizonte lejano, meta nunca alcanzada.

Decimos que Dios es el primero, el único digno de un amor total y ni es el primero y, muchas veces, ni siquiera está en nuestra lista de prioridades.

A Dios, uno, incorpóreo y eterno, no podemos verle ni erigirle una estatua, pero podemos hacer algo mucho mejor “ser la imagen de Dios”. Cada persona es un icono de Dios, se asemeja y contiene la forma divina.

En su ausencia llenamos templos, plazas, calles, parques y fachadas con voluminosas estatuas de bronce, mármol, piedra, escayola...de nuestros dioses menores: reyes, soldados, políticos, sabios, poetas, fundadores y santos. Son nuestros héroes, los salvadores de nuestras cíclicas pandemias.

Todas las estatuas son recordatorios, más que de la gloria humana, de la imperfección humana.

La fiebre iconoclasta, erección incontenible y permanente, que experimentan muchos hombres en estos tiempos de coronavairus, de revisionismo político y social y de brutalidad policial, es síntoma de que la inclinación al mal, virus secreto y absolutamente necesario para la edificación de la ciudad, anida en todos los corazones.

La estatua de Robert Baden-Powell, fundador del Movimiento Scout Mundial, venerado por millones de fervorosos scouts, gran soldado y educador, la lista de condecoraciones y medallas que luce en su uniforme es más larga que las letanías de los santos conocidos y desconocidos, tiene que caer.

Escarbar en su “inclinación al mal”, ningún ser humano es todo oro, es revisitar sus amistades masónicas, su simpatía hitleriana y agitar los posos de su racismo.

Su estatua frente a B-P House en Londres tiene que caer.

La estatua de Fray Junípero Serra, doctor en ciencias sagradas, gran misionero y coronado con el título de los títulos con el que la Iglesia premia a sus hijos, “la gloria de Bernini”, tiene que caer.

Este santo, como todos los hombres vivió con su “inclinación al mal”, tiene también su cara oculta. Acusado de torturador, su estatua tiene que caer.

Todas las estatuas, recordatorio de la imperfección humana y por mandato bíblico tienen que caer.

Recorrer cualquier ciudad del mundo es revisitar su historia a través de las estatuas mudas, mobiliario urbano, que decoran sus calles.

Estatuas de hombres y mujeres de un ayer lejano, sus nombres de crucigrama no evocan nada, las miramos a los ojos y examinamos sus manos a ver si chorrean sangre, son las que su “inclinación al mal”, a pesar de sus gestas heroicas o su lirismo bélico o literario, fue más poderoso que su “inclinación al bien”.

A todas las estatuas de hombres y de mujeres, las religiosas incluidas, reciclables, de temporada, hay que imponerles una orden de alejamiento. Nadie puede jugar a ser Dios ni a eclipsar o rivalizar con el Tú solo santo, sólo Tú Señor.

Viriato, Terror Romanorum, fue mi primer héroe, mi primer dios. Don Paco, mi primer maestro, nos hablaba de él con tanto entusiasmo que es el único nombre, pero solo un nombre, que aún recuerdo.

Cuando visito Madrid y camino por la calle Viriato pienso en mi niñez, sonrío y me pregunto: ¿Por qué no se ha popularizado este nombre tan singular? No sé si Viriato merece una estatua o una calle, pero sí sé que todos merecemos algo más que una estatua, el olvido. Lo tenemos asegurado con o sin estatua.

Ahora están de moda las estatuas por horas. Hombres, estatuas vivientes, se disfrazan de Mickey Mouse, de Lady Liberty, de gordas de Botero, de Belcebú, de Minero, de Futbolista...para decorar las Ramblas o la Plaza Mayor, para divertir al personal, para satirizar modas y costumbres o simplemente como modus vivendi.

Con estas estatuas vivientes, flashes en Facebook deleted cada cinco minutos, se puede vivir, pero las que se eternizan porque sí, las inamovibles necesitan un museo y un buen libro.

He observado a los turistas detenerse junto a The Charging Bull (el toro dorado que embiste) en Bowling Green en actitud casi orante. Símbolo de la fertilidad monetaria, unos acarician sus cuernos, otros su lomo y los niños y jóvenes, entre risas y jaculatorias maliciosas, sus enormes testículos y escuchan la voz poderosa de Aarón que les dice: “Este es tu Dios”.

El Dios del monoteísmo radical nos pide derribar todas las estatuas, pero los hombres no podemos vivir sin cortejar y acostarnos con nuestros pequeños dioses.

Dios, líbranos de los dioses.

Que el Gran Ídolo mate a los pequeños ídolos.