“Los
santos no necesitan de nuestros honores ni les añade nada nuestra devoción”
predica San Bernardo que sabe mucho de santidad y goza de muy merecidos honores.
Los hombres, santos y pecadores, de carne y hueso como yo, existieron, vivieron
y se santificaron en este mundo.
Lutero encontró su iluminación, Sola Scriptura, Sola Fides, en la “cloaca”,
otros encontraron su iluminación, su vocación, no en los templos, sino en las
calles, en la miseria, en el abandono, en la soledad, en las peleas callejeras,
en las cárceles…Y se convirtieron en Fundadores, en muletas de toda compasión.
Introducidos en el Panteón de los Grandes Hombres de la Iglesia, cuasi dogma,
ahora gozan en el Panteón Celestial. El lujo de la santidad certificada se
consume, se torna mercancía y pierde su glamour lírico y fervoroso.
¿Por qué tenemos que mirar continuamente hacia atrás cuando tenemos tantos
santos a nuestro alrededor?
“En realidad, nadie se acordará del necio ni del sabio (ni del santo ni del
pecador) ya que en los años venideros todo se olvidará”. Eclesiastés 1,16
Los vivos, los vivos, son quienes te alaban Señor. Los santos, los santos que
viven a nuestro lado, son los que tenemos que descubrir y honrar. Los ojos en el
cogote, estúpida vanidad.
Recuerdo los días en que Mr. Coronavirus nos hizo prisioneros en nuestras
propias casas.
La iglesia de la calle Sevilla 19, gimnasio del alma, yo la convertí en mi
gimnasio del cuerpo.
Durante dos largas horas la recorría por los cuatro costados y cuando llegaba a
la altura de la imagen de San José, el de la rama florecida, el Esposo, como
cualquier fan que quiere tocar y sentir el calor de su ídolo, yo tocaba su
escayola y le preguntaba: ¿José, fuiste hombre, cien por cien hombre?
¿O fuiste un Hamlet cualquiera, preguntándote en tus pesadillas: ¿ser esposo o
no ser? That is the question.
Y sentía una trágica compasión por un ser más de ficción que por un hombre de
carne y hueso.
San Pablo nos dejó sus cartas llenas de su yo, de alta teología, de confidencias
y de intimidades, de aguijones y traiciones…
San Agustín, en sus Confesiones, crónica de sus pecados y de sus virtudes, de su
“antes” y de su “después”, nos dejó su biografía, alimento espiritual y
literario.
Dicen, y es verdad, que todo santo tiene un “antes”, cara oscura que sólo Dios
conoce y que ningún biógrafo puede penetrar y un “después”, cara amable y
pública en Facebook para “el enjambre digital” y dicen, bendita verdad, que todo
pecador tiene un “futuro” en el Facebook Celestial.
San José no nos dejó nada, ni una palabra ni siquiera una reliquia de tercera.
Los evangelios callan y Pablo ignora el pasado y mira al futuro.
De Jesús tenemos dos gotas de sangre en Neuvy-Saint-Sépulcre, Francia.
De María conservamos dos gotas de leche materna.
En cada iglesia de la cristiandad existe un ara o un relicario con reliquias
selladas con el sello de la autenticidad.
¿Y de San José? Nada. No es justo. Si no existen reliquias, deberíamos
inventarlas. Las inventadas son legión.
José vivió la serenidad del no hacer, la voluntad del silencio.
José, Hamlet literario, novela histórica, ensayo sobre “la utilidad de lo
inútil” o héroe de la humildad más auténtica, no te preocupes tienes tu club de
fans y el Papa Francisco es el Number One, hasta te ha incluido, Gran Honor, en
las oraciones de la misa.
Yo, a pesar de que no comprendo del todo tu papel en esta obra, te tengo entre
mis favoritos.
Perdona a los predicadores inspirados de todos los tiempos su atrevimiento, por
inventarse el “antes”y el “después” de tu vida. La ignorancia, con frecuencia,
desatina.