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Miles
de manifestaciones, esas procesiones laicas que tan de moda están, han recorrido
las calles de todas las ciudades de España estos dos últimos años.
Procesiones
blancas, verdes, arco iris, procesiones contra los recortes en educación, en
sanidad, en agricultura, en justicia…Procesión eterna que la autoridad
competente no sabe dirigir ni digerir.
Todos
los grupos sociales han aireado su indignación, coreado sus consignas y
enarbolado sus banderas y pancartas. Todos han salido del armario y han exigido
que sus derechos no sólo sean respetados sino reconocidos y legalizados.
Llega
la Semana Santa, un año más, y comienzan las procesiones religiosas. Las calles
de las ciudades y pueblos de España cambian de decorado y se convierten en el
escenario de la tragedia cristiana, más católica que cristiana. Los Cristos
rotos y ensangrentados, las Vírgenes enlutadas y acribilladas con siete
cuchillos o enjoyadas como diosas son los protagonistas de la tragedia.
Los
hombres que nunca pisan una iglesia, ocultos tras una máscara religiosa y con
tambores y cornetas desfilan, no se manifiestan, delante o detrás de unas
imágenes de madera o de escayola. Son los cofrades, hombres de un día, de una
identidad pasajera.
¿Son
estas procesiones el colesterol malo de la religión?
¿La
religiosidad popular tiene profundidad o es mero show?
A menor
conocimiento de la Biblia mayor superstición, más magia, más fanatismo y menos
fe y menos compromiso.
La
Semana Santa es la semana más publicitada, necesita espectadores, necesita
turistas y se la declara de interés turístico local, nacional o internacional no
por el obispo sino por el ministerio de cultura. El escenario de la Semana Santa
es la calle, las plazas, y los balcones de la ciudad, escenario en el que todos
son actores y espectadores.
Yo que
no soy cofrade, que tengo alergia a la escayola y que las tamborradas me
aturden, tal vez, no entienda esa mística medio pagana, medio herética. ¿Me
estoy perdiendo algo?
El
hecho es que la Semana Santa, obra de amor en tres actos, tiene su principal
escenario fuera de los templos, al margen de la jerarquía que se deja robar el
protagonismo para que el pueblo y los cofrades, creyentes unos, ateos otros,
vivan en las calles lo que no se atreven a vivir en el recinto sagrado.
La
Semana santa de las calles es más teatral, segrega más testosterona, produce más
complicidad ente los actores y los espectadores y es que la masa contagia y
anega.
La
Semana Santa, la de verdad, la celebrada en la intimidad de los templos proclama
la Palabra y en este hoy, eterno presente, fusiona pasado y futuro.
De
espaldas a los desfiles y redobles de tambores, la comunidad cristiana celebra
el triduo pascual.
La
toalla y el delantal, símbolos de servicio y mandato de Jesús, “ejemplo os he
dado”, en la mayoría de los pueblos, reservas de ancianos, ya se han olvidado.
Las celebraciones son sencillas y breves, el auditorio así lo exige.
En este
país Dos Semanas Santas se disputan la primacía, la de los católicos de siempre,
los practicantes, y la de los que salen del armario una vez al año.
Como la
misa de las 12 del domingo no puede competir con el partido de fútbol que se
juega a las 12, los estadios se llenan de masas que rujen, se extasían y adoran
a sus ídolos, la Semana Santa del templo, seria, individualista, hierática, sin
tiempo para el éxtasis, no puede competir con la exuberancia de la liturgia
dionisíaca de los estadios de fútbol, no puede competir con el catálogo de
vacaciones de semana santa del Corte Inglés.
A pesar
de todas las limitaciones, deficiencias y pobrezas de la Semana Santa del
templo, yo me refugiaré en el templo, viviré los tres actos de amor de Jesús que
me ofrece la liturgia y en el silencio, sagrado aburrimiento, seré pleno y
feliz.
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