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La fama, la gloria, la alfombra roja, los Oscars son los complementos sin los cuales las celebridades se convierten en gente corriente y vulgar. Además de cheques millonarios exigen la droga de una adoración estúpida. Son flor de un día y súbitamente sustituidos por otros tan innecesarios como ellos. En este club de hombres con pies de barro sus miembros no tienen sus nombres escritos en el libro de la vida o en el de la ciencia sino en las aceras de la ciudad secular.
Incapaces de entonar como Whitman la canción “Song of Myself” se la canta la prensa y sus devotos, sus fans.
Todos llevamos dentro un héroe y queremos ser si no superestrellas al menos micro celebridades y nos exhibimos en youtube y en las redes sociales.
Frente a la gloria de los quince minutos la Iglesia nos ofrece la gloria eterna, la de los que entran en el Club de los Hombres Perfectos. Esta gloria póstuma, conseguida al cabo de los años sin pedirla, es la puerta de entrada al club más exclusivo de este mundo, el Club de los Santos.
Yo siempre había pensado que la llave de este Club divino no se podía heredar ni duplicar, y que sólo Dios tenía la llave original, pero los hombres que todo lo falsifican se han hecho una copia y periódicamente introducen nuevos miembros es este Club de loa Hombres Perfectos.
El Papa Francisco, heredero de la llave de este Club, ya ha batido un récord. Acaba de declarar santos a 813 hombres que en 1480 se negaron a convertirse al Islam. Los mártires de Otranto, hombres sin nombre, de identidad desconocida, desafiaron a las tropas turcas y ante el dilema de conversión o ejecución eligieron la ejecución.
Otranto, el pueblo que no tiene la llave de la santidad, siempre celebró el heroísmo de sus paisanos, siempre los celebró como sus mártires, pero fue Benedicto XVI, sereno del barrio Vaticano, el que los dejó a la puerta y Francisco los hizo entrar.
Estas víctimas del Islam fueron saludadas y celebradas por el Papa Francisco como verdaderos discípulos de Cristo. La palabra Islam, hay que tener la fiesta en paz y no despertar a la fiera dormida, no se pronunció. Los verdugos olvidados, sólo los héroes de la fe fueron y serán siempre celebrados, al menos, en Otranto una vez al año.
Junto a esta nube de mártires anónimos dos mujeres, Madre Laura, la primera santa de Colombia y Lupita, monja mejicana, figuran ya entre los miembros célebres del Club.
Los fundadores y las fundadoras de congregaciones religiosas tienen muchos fans. Sus hijos sólo rezan para que sus líderes sean incluidos en el Club de los Hombres Perfectos.
Sus biografías, poco o nada creíbles, son un canto a la santidad de unos hombres y mujeres que si las pudieran leer enrojecerían de vergüenza. Escritas desde una óptica piadosa y devocional sólo intentan despertar una admiración y una imitación innecesaria.
Hace unos pocos días el P. Thomas Joachim, en el capítulo general que preside tuvo que comunicar a los miembros de la congregación que el P. Marie-Dominique Philippe, “gran filósofo y gran santo”, había cometido, a veces, gestos contrarios a la castidad” con algunas mujeres que lo acompañaban. El fundador desenmascarado no entrará en el Club de los Hombres Perfectos ni será objeto de adoración e imitación.
El fundador de Los Legionarios de Cristo, huésped siempre esperado en el Vaticano ya no se le espera ni en el cielo. Su nombre ha sido borrado de todas las listas y sus seguidores ni lo imitan ni lo invocan.
La Curia Vaticana necesita una renovación profunda. ¿Y si cerrara la fábrica de la santidad y tirara al Tiber la llave del Club de los hombres imperfectos?
¿Y si en lugar de hacer santos nos dedicáramos a hacer hombres de verdad?
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