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En el desierto los oasis existen, encontrarlos antes de morir de sed es el objetivo de la ansiedad del viajero extraviado.
La Iglesia es un gran desierto, pero siempre encuentras algún optimista que te señala un oasis, un lugar remoto en el que sólo hay jóvenes llenos de vitalidad y de ese jugo religioso propio de los elegidos. Yo vivo en el desierto, el oasis, en este presente light, es sólo un espejismo.
Las catedrales y los templos románicos de la ciudad secular son áreas de descanso para visitar sin adorar, reliquias para admirar no para besar, bancos para descansar no para arrodillarse, oasis culturales asépticos sin perfume de lo trascendente, visitados por la tercera edad y turistas raros.
Las iglesias, templos para el culto, abiertas durante la media hora que dura una misa huelen a la tristeza del camposanto. Las abuelas juegan a las cuatro esquinas y bisbisean sus jaculatorias rituales. Los abuelos, esos pocos afortunados que sobreviven a sus mujeres prefieren el bar y el parque al frescor y la paz del oasis religioso.
Los muchachos, formados en la escuela pública o concertada, están vacunados e inmunizados contra la trascendencia. Su héroe interior cabalga en busca de paraísos terrenales e ignora normas y dogmas.
El catolicismo ha matado el gen religioso en los hombres, es el único cáncer que, gracias a no sé qué radioterapia, se cura en estos tiempos de increencia.
La Iglesia se ha convertido en el club de las mujeres, viudas, en su mayoría, que son las que hacen que las puertas se abran, las únicas que aún saludan al cura con un poco de afecto y las que ni entienden ni les interesa lo que el cura predica.
Hay que tener canas, suelo decir yo, para tomarse en serio la religión. A cualquier otra edad la religión es una profesión o una moda pasajera.
¿Son las mujeres más religiosas que los hombres? Pregunta que aún nos hacemos hoy, pero que dejaremos de hacernos en un futuro próximo.
Las mujeres, las jóvenes, hoy son tan invisibles en los templos como los jóvenes. Producto de una educación libertaria les cuesta trabajo creer que “la dependencia de Dios es la verdadera independencia” que predica Kierkegaard.
La pregunta que ya tiene sobre la mesa de trabajo el Papa Francisco es más actual, más urgente, ¿tiene que feminizarse la Iglesia Católica? ¿Cuánto y en qué grado?
Hasta hoy la tarjeta de visita de la Iglesia son los varones, los levitas de un Templo que ya no existe, más por razones veterotestamentarias que por exigencia de Jesús.
Todas las religiones cristianas se han feminizado y tienen su clero femenino, hasta en las sinagogas existen ya mujeres rabinos para presidir y predicar durante el culto y 150 mujeres han recibido el sacramento del orden sacerdotal según el rito romano y presiden la eucaristía para pequeños grupos al margen de la Iglesia oficial.
A las monjas no hay que llamarlas “solteronas”, lo siento Francisco, hay que ofrecerles algo más, ese algo más que los solterones no quieren soltar, el poder. Las monjas americanas que se enfrentan a Obama, a los obispos, al Vaticano y a toda la corte celestial no tienen nada de “solteronas”. Mutatis mutandis lo de “solteronas” se puede aplicar con justicia a los solterones y funcionarios vaticanos que, tal vez, huelen a 212 pero no a oveja.
Feminizar la Iglesia no para solucionar el problema vocacional, no para llenar los templos, la Iglesia Anglicana ha conferido el orden sacerdotal a muchas mujeres y no ha sentado a los hombres en los bancos.
Feminizar porque en palabras de Pablo “ya no hay hombre ni mujer, todos uno, todos iguales en Cristo”.
Mi experiencia de cada día me dice que los curas son irrelevantes e innecesarios en este país. Nadie se confiesa, las bodas civiles superan con creces a las religiosas, los bautizos se retrasan, la cremación elimina los funerales…pido un tiempo muerto.
Francisco no es un revolucionario y más que grandes titulares nos ofrecerá gestos nuevos, metáforas nuevas y espero que la sombra de ese huésped más que incómodo, Benedicto XVI, no le intimide a la hora de diseñar el futuro.
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