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“Aquí
estoy sentado y aguardo, teniendo a mi alrededor viejas tablas rotas y también
nuevas a medio escribir. ¿Cuándo llegará mi hora?” Así habló Zaratustra
Seis
días tienes para trabajar, pero el día séptimo, el sábado, es un día dedicado a
Dios, dueño de todos los días. No trabajará nadie, ni tu esclavo ni tu burro,
nadie.
Este
mandamiento, nada parecido ni análogo se encuentra en los códigos de leyes de
Oriente Medio, es el gran regalo social y político de Israel a la humanidad.
Los
judíos ortodoxos, en este hoy de frenética actividad, lo guardan al pie de la
letra. Pasear por sus barrios es contemplar las persianas de sus negocios
bajadas y hasta sus calles se vacían y descansan. En los hospitales de New York,
poder judío, “el ascensor del sábado” está programado para que los judíos no
violen el descanso del sábado pulsando el botón del piso 33.
El
único trabajo que no viola el descanso sabático es el sudoroso y gozoso trabajo
de procrear en la sauna del tálamo nupcial.
Con el
advenimiento del cristianismo el séptimo día hizo mudanzas y pasó al día primero
de la semana, el domingo cristiano.
El
domingo, tal como lo conocimos los mayores de sesenta años, ha desaparecido.
Recordarlo produce el mismo aburrimiento que reproducir los sermones de ayer.
En las
“tablas nuevas” el día séptimo y el día primero, fundidos en uno, tiene un
nombre nuevo, el weekend.
Weekend
para dar culto a los nuevos dioses.
Del día
más silencioso hemos pasado al día más frenético, del día de la quietud de la
deidad a los dioses bullangueros y divertidos, de las catedrales, solemenes y
majestuosas de tanta verticalidad, hemos emigrado a las catedrales del consumo y
del futból, del bostezo del banco de la iglesia al éxtasis de la masificación.
La
“nueva tabla” de la ley sólo es invitación a consumir, a adorar el becerro de
oro que necesita nuestros diezmos.
El
hombre religioso de ayer se ha transformado en el hombre económico que compra lo
que no necesita con una tarjeta de plástico sin fondos.
El
séptimo día, el séptimo año, el año siete por siete, año jubilar, tienen una
carga política y social que la religión ha olvidado: perdón de los enemigos y de
las deudas, liberación de los esclavos, descanso de la tierra, reconciliación de
la sociedad, trabajo por la paz, teología política y ecológica nunca practicada.
Reducirlos a la mera verticalidad no agrada al dueño del sábado, es estéril.
Hacer
memoria del día séptimo bíblico es imponernos poner la casa común, la única que
tenemos y en la que nos tenemos que salvar todos, en orden.
Bendito
sábado, bendito domingo, bendito weekend, no para producir nada, no para adorar
nada, sólo para, en el aburrimiento del descanso, soñar y programar una
humanidad nueva, justa y abierta a todos los que llaman a la puerta de esta
Europa egoísta y anestesiada.
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