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Hace 50
años, el Presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson lanzó una gran cruzada
contra la pobreza, enemigo número uno del país más rico del mundo. A Johnson le
gustaba mucho la expresión “war on poverty”, guerra contra la pobreza, porque a
los enemigos hay que vencerlos y ninguna victoria más justa, ningún enemigo más
vil que la pobreza. Declararle la guerra y vencerlo, no sólo a nivel local sino
a nivel global, sigue siendo un objetivo prioritario.
Son
muchos los que viven en las afueras de la esperanza, “Unos a causa de la pobreza
y otros a causa de su color y muchos otros a causa de las dos. Nuestra tarea
consiste en ayudarles a sustituir la desesperación por la oportunidad. Esta
administración, hoy, aquí y ahora, declara incondicionalmente la guerra a la
pobreza”. Con estas palabras Johnson enviaba este mensaje de esperanza a los
ciudadanos americanos en 1964.
Johnson
conoció la pobreza en su infancia y vio con sus propios ojos la pobreza de las
gentes de los Apalaches, enfermedad crónica que yo también, asombrado, contemplé
en Kentucky ya entrado el siglo XXI.
50 años
más tarde, el presidente Obama en el discurso del State of the Union no habla de
pobreza si no de “inequality”, de desigualdad, palabra que empleó 26 veces.
“Creo que este es el reto que define nuestro tiempo. Asegurémonos de que nuestra
economía funciona para cada trabajador americano. Esta es la razón por la cual
yo me presenté para presidente”.
Los
demócratas van a hacer de la desigualdad el tema estrella de las elecciones del
2014.
Las 400
familias más ricas de América, en 2007, tenían más de 112 billones de dólares en
sus bolsillos que las 400 familias más ricas de hace 50 años. La pobreza se ha
reducido, pero la brecha entre el 1% de los ricos y los demás ciudadanos se ha
hecho tan grande, tan grande a pesar de la crisis, que resulta insultante y
escandalosa.
Estos
superricos no niegan ni celebran la desigualdad pero maniobran en las esferas
del poder para limitar y hacer imposible la soñada igualdad y asegurarse de que
su riqueza permanezca intacta. Más que declarar la guerra a la pobreza y a la
desigualdad, hay que declarar la guerra a los superricos que no sólo tienen el
dinero sino que tienen también el poder.
El Papa
Francisco, portada de las revistas, noticia cotidiana, celebridad a pesar suyo,
espiado por sus incondicionales y por los enemigos de la Iglesia, ha asumido el
papel de ser voz de los pobres y excluidos.
Sus
palabras “No a una economía de la exclusión” en la exhortación LA ALEGRÍA DEL
EVANGELIO ha causado más impacto en el mundo que sus gestos románticos
realizados en la Plaza de San Pedro.
“Hoy
tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la iniquidad. No puede ser
que no sea noticia que muera de frío un anciano en situación de calle y que sí
lo sea una caída de dos puntos en la bolsa”.
Obama y
los demócratas americanos consideran al Papa Francisco su mejor aliado. Algunas
frases de la exhortación papal ya han resonado en el Congreso americano y hasta
el presidente Obama las ha invocado para promover su guerra contra la
desigualdad.
Francisco,
atento a los signos de los tiempos, ha profundizado en los efectos de esta
sociedad tan injusta y tan desigual, entre el 1% y la masa damnata, no al
infierno, sino a la miseria.
Francisco
quiere que la Cuaresma de los católicos imite a su Señor Jesucristo que “se hizo
pobre para enriquecernos a todos”. “No se trata de un juego de palabras ni de
una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica
del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz”.
La
Cuaresma es tiempo especial para sanar “las miserias de los hermanos”.
La
miseria material, la pobreza. La miseria moral, la esclavitud del vicio y del
pecado. La miseria espiritual: la lejanía de Dios.
La
Cuaresma, frente a esta miseria, nos invita a los católicos no sólo a sentirnos
concernidos sino a actuar con las armas del evangelio.
La
Limosna. Dice Francisco “desconfío de la limosna que no cuesta y no duele”.
¿Cómo podemos amar a alguien si no sabemos qué le duele? ¿Cómo le podremos
ayudar? Vivimos tiempos de limosnas: bancos de alimentos, cáritas,
colectas…pequeños gestos que no sanan y que, la mayoría de las veces, no son ni
limosna ni penitencia.
El
Ayuno. Adelgazamiento interior y exterior, despojarnos de ambiciones y
privilegios mundanos y adornarnos con la sencilla austeridad. Disminuir para que
los hermanos crezcan en humanidad y dignidad.
La
Oración. Alimentarse del evangelio, verdadero antídoto contra la miseria
espiritual.
Los
hijos de Dios vivimos, más que apocados y acobardados, instalados en nuestra
anestesiada comodidad.
No
pobreza, no desigualdad, no exclusión, en nombre de Jesucristo que se hizo pobre
para enriquecernos.
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