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VIVIMOS una crisis de fe generalizada, no sólo en lo religioso con una institución bimilenaria distanciada de la realidad que le toca vivir, sino en lo más profundo del sistema por culpa de unos sinvergüenzas volcados en obtener desde puestos públicos pingües beneficios ilícitos a costa de todos, denostando por contagio a todo el colectivo político, donde, se crea o no, hay gente íntegra y admirable que es la más perjudicada por esas prácticas corruptas, que debería luchar con fuerza por erradicar si pretende evitar caer en el mismo saco de los ladrones y carroñeros que chupan sin pudor del frasco, donde sin pensar metemos a justos y a pecadores.
Las indignas prácticas del tardofelipismo que, en aquellos tiempos de la guerra sucia de los
GAL y de la financiación ilegal de Filesa, nos hicieron perder la fe en los más respetados stamentos del Estado, desde el Banco de España a la Guardia Civil y desde el BOE hasta la Cruz Roja, han vuelto a cobrar vida con fuerza gracias a los asquerosos tejemanejes de los Bárcenas y compañía o la inexistente Amy Martin, salpicando de basura a la mismísima Casa Real a través de ese duque capaz demeter en la ciénaga a la máxima institución estatal, ante los atónitos ojos de un país con seis millones de parados que con sangre, sudor y lágrimas trata de escapar de una de las mayores crisis económicas de su historia.
Para combatir el latrocinio campante, se pretende implantar en las aulas una suerte de «Formación del Espíritu Fiscal» que conciencie a los hombres del mañana de la importancia de contribuir a la hacienda pública sin engaños, creyendo ingenuamente que, inculcando a los niños buenos principios tributarios, ciertos hechos no volverán a repetirse. E inmerso como estoy en mi crisis de fe particular, me parto de risa y me permito dudar que tal medida sirva para algomás que para instaurar una nueva asignatura ladrillo que tenga en la luna a los escolares
durante las horas de su impartición.
Y es que yo recibí una recta educación y una formación en viejos valores que fomentaba la
disciplina, el mérito, el esfuerzo y la decencia, que nos enseñaba lo que estaba bien y lo que estaba mal hecho, y que incluso nos generaba angustia y algo llamado «cargo de conciencia» cuando actuábamos como no debíamos, aunque sólo fuera por el temor a ser castigados con las penas del infierno por aquel Dios de nuestras oraciones ayudado de su «divina gracia», que debía de ser cualquier cosa menos graciosa.
Pero es que todos los infames corruptos de uno y otro signo político de la España reciente recibieron esa misma educación y, a la vista de lo visto, no les sirvió absolutamente
de nada.
Y hablando de Dios, de formación y de infancia
no me resisto a hablar de otro articulista de este
periódico, el padre Félix Jiménez Tutor, profesor de inglés de mi adolescencia, oriundo de Noviercas, a quien acabo de visitar en Zaragoza.
En tiempos de crisis religiosa y de templos vacíos, un día laborable hay incluso más cola para
salir de su parroquia zaragozana que para entrar, porque al acabar la misa, enfundado en su casulla, despide en medio de la calle a todos y cada uno de cuantos allí se han dado cita, llamándoles por su nombre e interesándose por todo lo que individualmente les preocupa. Puestos en ordenada fila, ninguno abandona el templo sin estrechar sumano y detenerse un rato con él, llamativamente sonrientes todos y con los ojos iluminados de ilusión a pesar de ser mayoritariamente octogenarios.
A un joven greñudo que pregunta por «el jefe», Félix le invita a entrar en la iglesia y hablar con Él, que es quien de verdad manda, para que le enseñe a ser bueno, y el tipo le hace caso y sale contento.
Se despide afectuosamente del pobre africano que mendiga en la puerta de la iglesia pequeñas
muestras de la cacareada caridad cristiana, arrancándole una gran sonrisa nívea enmedio de un rostro negro como el betún. Permite que una sudamericana que está orando en la
oscuridad a su Diosito siga allí una vez cerradas las puertas, sacándola después de quitarse él su hábito por otro atajo de una parroquia que ya ha sufrido varios
robos. Y así sucede su vida todos los días mañana y tarde; «every single night and day», como a Félix le gusta decir con la naturalidad de quien desarrolló
gran parte de su misión pastoral en Nueva York.
Sus escritos, accesibles en internet, no tienen desperdicio. Si todo el clero fuera como él, otro gallo le cantaría a la arcaica Iglesia, aunque muchos posiblemente desoirían el kikirikí vez tras vez como San Pedro. Al menos yo, viendo a mi amigo Félix, pude recobrar el otro día un poquito de fe en el género humano, en esta maldita época de crisis económica, de valores, de principios y de vergüenza.
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