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Los
Confesionarios, mobiliario catedralicio o de pequeñas iglesias, son más una
interrupción de la línea recta de las naves que un reclamo espiritual. Resultan
enemigos del minimalismo de los nuevos templos desprovistos de retablos y de
imágenes.
Algunos Confesionarios, vanidosos ellos, son piezas de museo.
Los Confesionarios, por falta de clientes, bostezan y dejan que las arañas los
vistan con vaporosos vestidos.
Ningún Confesionario ha convertido a un solo pecador.
Confesionarios sois más dignos que la barra del bar. Los que no son dignos son
algunos Confesores acomplejados.
!Cuántos católicos, sorprendidos o escandalizados, han abandonado el sacramento
de la reconciliación!
¿Qué hacer cuando un penitente se enfrenta a un Confesor tontolaba?
Los Confesionarios clásicos y los nuevos cubículos de la reconciliación y la
opción silla frente a silla no son el problema, los Confesores, merecen tantos
adjetivos, son el problema y, créeme, abundan.
Los Confesores jueces, detectives morbosos, hurgan minuciosamente la basura
pecaminosa con sus preguntas.
A unos penitentes que, avergonzados, sólo buscan vaciar sus almas y desnudarse
ante el Señor se encuentran cara a cara con la humillación del inquisidor.
-No he asistido a Misa los cuatro últimos domingos, confiesa, con dolor de
corazón, un católico practicante.
-Razón por la que no asistió?, pregunta el detective.
-Sufro depresiones y me asusta salir de casa.
-No es razón eximente. Ha cometido un pecado mortal.
¡Ay de los que confiesan pecados contra el sexto mandamiento!
El detective tiene su batería de preguntas a mano. ¿Porno, toys, satisfyers,
violación…?
Olvidado el dolor de contrición, la
tortura aún existe, el penitente duda entre huir o aguantar las babas del cura.
Los Confesores detectives son asesinos de las conciencias, extintores del
espíritu, más nefastos que los Confesores “amiguetes” y blandos.
Los penitentes que nos acercamos al sacramento de la reconciliación buscamos y
necesitamos el perdón del Señor, no necesitamos un pep talk, ni una charla para
envolver la lista de nuestros pecados en una nube misteriosa, para anestesiarnos
calificando nuestra lista de pecadillos que él también comete. La mierda ni se
empaqueta ni se perfuma.
Confesores que no creen en el pecado, que te despiden con una palmadita
innecesaria y sin absolución. Malditos, te quitan las ganas de volver.
Este invierno, para calentarnos, quememos todos los Confesionarios y a estos
Confesores que les den una patada en el culo.
El Cardenal Jean Pierre Ricard, en una carta leída por el Presidente de la
Conferencia Episcopal de Francia, el día 7 de noviembre, ha confesado
públicamente su pecado contra el sexto mandamiento que cometió hace 35 años.
Seguro que, avergonzado y arrepentido, acudió al Confesionario. Nunca
conoceremos el diálogo con el Confesor.
A la chica de 14 años, vilmente desflorada, no ha podido devolverle la inocencia
perdida ,ni la sonrisa apagada, ni la fe eclipsada; ojalá haya obtenido su
perdón y el de su familia.
Esta confesión, sin Confesionario y sin Confesor, publicada desde todos los
tejados, además de desatar una tormenta en la Iglesia de Francia, debería animar
a los otros 11 Obispos investigados a confesar también públicamente sus pecados.
Que no les dé vergüenza confesar los pecados que no les dio vergüenza cometer.
El Cardenal de Washington, Theodore McCarrick, recibió todo el peso de la ley, y
fue reducido al estado laical. Públicamente ni confesó ni se arrepintió.
Sacramento de la Reconciliación, alegría y garantía del Perdón.
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