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Yo no
he negado a nadie el bautismo, aun a sabiendas de su inutilidad en muchas
ocasiones.
Un año,
en New York, bauticé a cinco hermanos cada uno hijo de un padre distinto. Dudo
que lleguen a saber un día que fueron bautizados.
Yo no
creo en la magia sacramental.
Me
sorprende y me escandaliza la insistencia machacona, casi imperativa, del Papa
Francisco en bautizar a todo el que lo pida, terrícola o marciano. “Unís a los
nuevos fieles al pueblo de Dios” dijo a un grupo de recién ordenados.
Más que
al pueblo de Dios los unimos a la lista de los “pasados por agua”, a la lista de
un libro cuyas páginas engordan mientras los bancos del templo adelgazan a ojos
vista.
Hace
tiempo que dejamos de predicar “fuera de la Iglesia no hay salvación”, hasta
tiramos al cubo de la basura el limbo y la salvación la hemos reciclado para que
alcance a los no bautizados, a los mormones, a los suicidas y a los cristianos
anónimos.
Yo
pensaba que había pasado el tiempo de sacramentalizar y había comenzado el
tiempo de evangelizar.
No
negaré nunca el bautismo a nadie, Dios me libre y no sea cosa que Francisco me
regañe, y ese niño será miembro de la Iglesia aunque nunca la pise, aunque nunca
se sienta ni viva como hijo de Dios.
Hoy son
muchos los que se dan de baja de la Iglesia. Unos han hecho profesión pública de
ateismo y pasan de la Iglesia y de sus papeles, otros, más militantes, se
acercan a las oficinas diocesanas y exigen un certificado de “desbautismo” y una
nota marginal que oficialice su ruptura con la Iglesia institución, la Bestia
apocalíptica.
Bautizando
a todo el que lo pide, no questions asked, ahorra al cura muchos problemas, pero
crea más problemas que soluciones.
Los
cristianos no somos clientes de una religión, ni miembros de una tertulia
religiosa ni miembros del Club de Fans del Papa Francisco. Somos vinculados con
Cristo. Todo lo demás son fotos desenfocadas.
En este
país casi todos tenemos una conexión con la Iglesia, pero la inmensa mayoría
viven totalmente desconectados con el misterio de Cristo. No tienen cobertura.
Tengo
un bautismo. Tengo una primera comunión. Tengo una boda. Momentos puntuales y
sociales que nada tienen de religioso. Sacramentos para socializar, pretexto que
sirve a muchos para ponerse el traje y alternar.
En New
York todos los curas saben que el día de las primera comuniones no es el día en
que los niños vestidos de príncipes y con regalos digitales celebran su primer
banquete en el restaurante, el de la iglesia es mero trámite, pobre prólogo de
todo lo demás.
Ese día
es el de los funerales. Familiares, amigos y vecinos acuden al templo convertido
en aeropuerto de SALIDAS, DEPARTURES, para despedir al difunto al Kennedy del
cielo.
A la
hora de la comunión todos se acercan a comulgar: los católicos no practicantes,
los luteranos, los no bautizados...
A nadie
se le niega la comunión. No es momento de preguntar por sus creencias o su
filiación religiosa. Los funerales se convierten en el día de las primeras
comuniones, día de verdadero ecumenismo. Todos participan del sacramento, todos
sacramentalizados. Sólo los que conocen el catecismo se abstienen de comulgar.
"La
Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un
premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los
débiles", escribe el Papa Francisco en La Alegría del Evangelio. (nº 47)
¿Es
esta la verdadera misericordia o la gracia barata que a nada compromete?
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