LA ADORACIÓN DE LOS TRES MENDIGOS

   

Los reyes magos salieron del pesebre de Belén donde habían ofrecido al niño Dios oro, incienso y mirra y regresaron a su país. En ese momento se presentaron tres personas extrañas, sin cortejo, con aspecto siniestro y tan embarradas que no se podía adivinar de qué raza y país eran.

El primero tenía harapos, parecía hambriento y extremadamente cansado.

El segundo llevaba cadenas en las manos y los pies y grandes cicatrices de su estancia en la cárcel.

El tercero tenía un cabello largo y sucio, sus ojos desfallecidos buscaban alivio.

Los vecinos del pesebre estaban asustados ante la presencia de estos visitantes. Decían: Hay que impedir que entren. Y se apostaron a la puerta para protegerla. ¿Venían a mendigar o a robar?

Entonces se abrió la puerta y apareció San José y le dijeron: Ten cuidado con esta mala gente que quiere entrar al pesebre. No les dejes.

San José les dijo: Todos, pobres o ricos, pueden presentarse ante el niño. El niño no pertenece a nadie ni siquiera a sus padres. Dejen entrar a estos viajeros. José los acogió y abrió la puerta.

Los tres necesitados estaban inmóviles, callados delante del niño Dios. Y nadie podía decir cual de los cuatro era el más pobre.

Luego José se dirigió hacia el lugar donde había colocado los regalos de los reyes magos y ofreció el oro al hambriento, la mirra al prisionero y el incienso al triste.

La gente indignada gritaba: No tiene derecho. Esos regalos son del niño.

José dijo al primero: Tú necesitas oro, cómprate vestidos y comida. Al segundo: No puedo romper tus cadenas, toma el bálsamo para aliviar tus heridas. Al tercero le dijo: Para ti el incienso. Ese incienso aliviará tu espíritu entristecido.

Los tres visitantes agradecieron a José su generosidad pero no aceptaron el regalo.

La gente y San José estaban sorprendidos. Sólo el niño estaba tranquilo mirando a todos, a sus padres, a los mendigos y a la gente.

Luego pasó una cosa extraña. El primero dejó su abrigo envejecido y remendado a los pies del recién nacido, el prisionero le entregó sus cadenas y el triste su mirada perdida y dijeron a Jesús: Tómalos. Acepta. Un día necesitarás un abrigo roto cuando estés desnudo. Un día necesitarás bálsamo para curar tus heridas ensangrentadas. Necesitarás cadenas cuando te traigan deshonrado como un timador. Acuérdate de mí ese día.

José quiso proteger al niño, echar fuera los mendigos y sus regalos. La gente gritaba. No pudieron hacer nada. El abrigo, las cadenas, el terror estaban pegados al niño Dios y éste sonreía a los pobres y a sus regalos.

Se hizo un silencio larguísimo y los tres pobres salieron del pesebre consolados y fortalecidos. Habían compartido su vida y sus cosas con su Dios.